Movie Scene
(por Emilio Nicolás)
(por Emilio Nicolás)
De todas las mañanas en las que había tomado protagonismo siempre en el mismo lugar, junto a la misma ventana con las mismas rejas y las mismas gotas de rocío sin moverse en el mismo alto, alto pastizal. Esta era una distinta.
No me quise percatar de las ojeras que en ese momento de seguro tenía mi mirada cansada, pero pensé en ese detalle y luego dejé que el pensamiento se vaya, no sé por qué. Y me senté sobre la vereda de un barrio completamente distinto del mío. Mamá estaba lejos, seguramente despertándose para un día más de búsqueda y búsqueda de alguna ruta que tomar con la pequeña y conmigo. Completamente solos.
Pero hoy no estaba con ellas.
Descubrí esa mañana fría que me estaba olvidando de mí y de mi juventud, tantos días intentando crecer me habían agotado y necesitaba un descanso de manera urgente. No sabía bien dónde estaba, sabía que era algún barrio de la capital a muchos, muchos kilómetros de casa. En mi monedero repiqueteaban algunas monedas que no sabía si eran suficientes para volver, lo sostuve y lo agité haciéndolas sonar y pensando en eso mismo, que quizás no tendría con qué volver, pero luego dejé al monedero en el bolsillo de atrás donde descansaba antes y le sonreí levantando la cabeza.
Él vivía cerca, supuestamente, habíamos arribado a aquella parte hacía unos cinco minutos y sin decir una palabra se detuvo, se sentó en la calle completamente aislada y se agarró las puntas de los pies con ambas manos (muy grandes manos, por cierto) no reproché, puesto a que no sabía para qué estaba, simplemente dejaba que me lleve el viento, que me lleve el mar, que me lleve a donde sea. Me senté sobre el cordón de la vereda desde donde sólo podía ver un árbol a cada costado de él y su espalda, con algo de vello asomando a través de su remera blanca. Se sentaba como un niño esperando a su maestra, obediente, fiel a alguna ley superior, él estaba esperando al sol, a que terminase de salir. Cosa nueva para mí, que soy más bien un hijo de la noche que del alba, pero me dijo Buenas mañanas y las palabras quedaron resonando en mi cabeza. ¿Qué significaba tener una buena mañana? La escena lo justificaba: estaba él, conmigo pero sin estar conmigo, mirando a las nubes que despacio se movían alejándose y llevándose consigo la tormenta, mientras en un agua como de mar, anaranjada, medio rosa se preparaba a hacer asomar al sol. Él estaba ausente aunque presente, pero yo sabía que si me levantaba y me iba, lo iba a notar, por lo que me preocupé por quedarme, quedarme y nada más.
Dejé de pensar en el monedero, dejé de preocuparme por cómo me las ingeniaría para volver a mi cama, dejé de depender de mi puerta, de mis ropas y de mi cama, dejé de depender y me convertí en un hijo del planeta. Las calles eran mi casa, mis pies eran mi transporte y mi cabeza era mi gasolina. Cerré los ojos, lo supe delante mío, los cerré pero con miedo a abrirlos y no verlo más. Los abrí y él estaba en paz. Me concentré en sus cabello negros, algo enrulados, con un corte tan disparejo, tan extraño. Su aroma a vino y flores. Y su piel tan pálida (piel pálida, vellos negros, ¡Ah! podría morir extasiado)
Quiero sus manos grandes, pensé, pero no son mías, no lo son, ahora mismo soy presa de él, y él lo sabe. Siempre, en una relación de dos, no es fácil que haya equilibrio, siempre uno se subordina a otro, de alguna u otra forma, y yo ahora estaba completamente dispuesto a sus pies, a sus caprichos, a sus órdenes. Él era conciente. Pudo correr lejos y dejarme solo, solo en medio de la ciudad, llorando por un camino para volver, a su vez que mi madre hacía lo mismo, a muchos, muchos kilómetros de casa. Recordé su abrazo. Recordé el momento en que lo conocí.
Esperá que me arreglo, ansié decirle, estaba muy transpirado y con el cuerpo tan pegajoso. La situación no fue la mejor, no no... desée encerrarme en una burbuja que me dejase como nuevo y que luego explote para reaparecer yo, al menos un escalón más arriba, ya que él también estaba con el cuerpo mojado de transpiración. No recuerdo de qué me habló esa noche, recuerdo la palabra recital, y recuerdo a su supuesto dueño (¿es esa la palabra para alguien tan libre?), y me recuerdo alejándome para verlo de lejos. También me recuerdo viviendo situaciones como esas una y otra vez, y recuerdo a Ariel diciéndome que siempre seré un eterno adolescente afligido, persiguiendo lo que sé que me va a costar. Entonces siempre termina igual, me rindo.
¡Qué sabio, mi hermano!
Ahora la situación estaba algo revertida, esta vez era yo quien estaba con él (pero ¿en condición de qué?) y ahora yo estaba un escalón arriba de él (de todos modos siempre me sentí abajo) Y su mirada, que siempre fue lo que más me atrajo de él, esquivaba la mía cada tanto, mientras soplaba aire presionando sus rechonchos labios, como si supiese que está jugando conmigo y una fuerza estuviese empujándolo a arrepentirse. No le hables si sabes que esperará de tí palabras que jamás vas a decir. Y ahí es cuando suspiraba culposo. ¡Ay, de existir esas voces! En fin, un poco de culpa la tenía yo, el masoquista que estaba dejando a un lado su siempre cuidado orgullo para perderse en la ciudad con un completo extraño. Los edificios, aún así, habían quedado a lo lejos, pero las casas eran tan altas que junto a mi pequeño pueblo parecía realmente una ciudad. No me sentí parte de eso, pero me agradó la idea de sentirme un intruso.
Algún que otro auto atravesaba la calle, pero a él no le importaba quedarse ahí. Recordé a alguien que una vez me dijo: sos demasiado especial como para compartirte con alguien, hoy es tan facil no estar solo, agarras a alguien que te atraiga físicamente y que no tenga nada interesante que decir, mientras puedan compartir un par de cosas y mientras esté a tu disposición no hay más de qué quejarse, es fácil tener novio. Recordé al mío, ¿qué estaría haciendo en este momento? No quise saberlo, todo se había vuelto tan banal con él, la comunicación de a poco desaparecía, los temas de conversación desaparecían, él seguía ahí para mí, pero mi sed de más crecía y crecía. Entonces sus palabras de nuevo, demasiado especial para compartirte con alguien, demasiado pretencioso, diría yo, demasiado inconformista, quizás, o tal vez soy yo el que cree que es demasiado y soy tan común como (o más que) los demás, quizás. Algo malo ocurre conmigo, nada me parece suficiente, nada me lleva a alcanzar la paz. Me encuentro ahí, esperando a que se dé vuelta y que me invite a algún lado a desayunar pero no se mueve de su sitio, tan confiado de saber que se volteará y que me va a encontrar. Soy un perseguidor de lo que sé que no puedo alcanzar. Me causo gracia a mí mismo, me río y le rompo el silencio que con tanto esmero se dedicó a armar, en mis narices a armar. Pobre de él que no sabe que soy un parlante dispuesto a gritar, ¡Ay, del mar! ¡quiero el mar!
Se puso de pie, al fin, y me miró, con esa misma sonrisa medio chueca (esa sonrisa que te hace pensar: la tiene clara, sabe lo que hace, sabe lo que pensás) y la mirada tan segura. Lo ví como el humano más bello de todos, como el hombre más perfecto ahora y acá. No sé si había más, pero hasta sus regordetas piernas asomando de sus pantalones cortos me parecían sensacionales. La calle se bifurcaba justo donde estábamos nosotros parados. pero a nuestras espaldas había un camino más, uno que iba directo hacia abajo en picada, a una calle que desconozco, realmente.
Pasó por donde estaba yo, obligándome a darme vuelta para vigilar qué iba a hacer ahora. Se puso en medio de la calle, esa que iba hacia abajo y se echó a correr. Me quedé parado mirándolo y caminé en dirección hacia donde estaba él. Recordé mis pies planos, cansados y algo viejos y cuando había hecho ya unas cuadras me lancé (soy algo lento para decidir, sí)
Al principio corrí vagamente, los pies me dolían, no había forma de que inmediatamente tomase la velocidad que él, pese a su gran cuerpo, era capaz de manipular. Sentía a las monedas chillando en mi bolsillo y tuve miedo de perderlas, luego no lo sentí más (al miedo -a las monedas sí, hasta el final-) Corrí y corrí como nunca, recordé las clases de educación física en mi infancia, esas que tanto me hacían sentir mal. Pero al ver su espalda cada vez más cerca de mi vista, su espalda transpirada, velluda e inquieta, me motivaba a avanzar, a aumentar más y más la velocidad.
Quería alcanzarlo, no quería ser uno más, vaya uno a saber cuántos chicos tenía a sus pies, queriéndolo alcanzar, yo no era uno más, no no, no en vano me dijeron que era especial, que no pretendía lo mismo que los otros con la misma facilidad. Vas a ver, te voy a alcanzar.
Tropecé en medio de la calle y caí y comencé a rodar, pero él no se detuvo, me golpée una rodilla como hacía años no lo hacía y me sentí vivo de nuevo. Me levanté en cuestión de segundos y corrí y corrí una vez más, las piernas me ardían, las sentía hecho fuego mismo doliendo, haciendo explotar la sangre adentro y por explotar, pero sin detenerme jamás. ¿Qué me importaba? ahora sólo estaba él, él y nadie más. Me volví a sentir vivo, vivo y libre, corriendo en una calle que desconocía, a muchos, muchos kilómetros de casa, arriba mío el cielo era una pintura modeviza de nubes que corrían conmigo a la par, y el aire de la mañana era más fresco de lo que podía recordar. Bebí un poco de ese aire como si fuese agua de mar (qué tonto yo, no sabía que esa agua no se puede tomar) y pegué un salto para adelantarme más y más. Los pulmones estaban por estallarme y el corazón no podía latir a mayor velocidad, nunca lo había hecho trabajar tanto, estaba jugando con los límites, estaba a punto de despegar.
¡Ah, volar!
Comencé a reír como un niño al mismo tiempo que lograba alcanzarlo. Pude ver sus nalgas presionándose mientras daba pasos agigantados, y sus brazos, firmes, moviéndose hacia adelante y hacia atrás con los puños cerrados. Pude ver su cintura firme, sosteniendo el resto de su torso y pude ver su espalda transpirada, su mirada fija en la nada y su gesto de preocupación por querer llegar (aunque de seguro él no sabía a dónde quería llegar) Por fin quedó atrás, quedó atrás corriendo y yo estaba adelante, adelante de él y de nadie más. Me sentí libre de nuevo, nada me podía atar, o sí. Seguí corriendo y me sentí como él, libre, vivo, sin ataduras, obligando a alguien a pretenderme alcanzar. Me sentí mal.
Me detuve en medio de la calle hasta que él me alcanzó, y siguió corriendo, y corrió más, y más, y más. De pronto se convirtió en una figura lejos, lejos en el horizonte, corriendo sin ir a algún lugar. Desapareció. Me sentí mal. Agradecí el momento de libertad. Pero no agradecí a él, él fue un instrumento y nada más. El universo conspiró para que se llevase a cabo la situación. Él era un egoísta, un amante de su propia libertad. Y yo era uno más. O al menos eso creo. No, yo no era eso. Porque aprecié ese momento sin cadenas desde el principio hasta el final. Pero me quedé mirando al horizonte, esperando a que se diera vuelta y a que vuelva por mí. Nunca más.
Me senté en la vereda, agitado, con el pecho a punto de salirse por mis poros y con grandes gotas de sudor cayéndome por la frente. El calor se me pegaba a la sangre. Tenía el pelo mojado, la cara roja, el corazón latiéndome frenéticamente y me reí (porque en las mismas condiciones estaba cuando lo conocí) ¡Qué irónico! Miré a mi izquierda una, dos, trescientas veces esperando a verlo volver por mí, al menos a acompañarme a alguna terminal. Nunca apareció. Me reí.
No, yo disfruté de ese momento de libertad. No. Pero no, no iba a contradecirme, estuve todo el tiempo esperando algo de él que confiaba que lo iba a obtener. Me reí una vez más. Afortunadamente el monedero seguía en su lugar. Era cuestión de preguntar y de llamar a algún conocido que me pudiese ayudar. El sol ya había salido. Había desaparecido ese mar. Miré por encima de las nubes y me pregunté si había alguien, en algún lugar, que sea igual a él, pero que en lugar de irse y dejarme solo, corriendo, volviese por mí y me invitase a desayunar. Faltaba para conocer la respuesta. Ahora alcanzaba con volver a casa, con pocas monedas, para ayudar a mamá.
No me quise percatar de las ojeras que en ese momento de seguro tenía mi mirada cansada, pero pensé en ese detalle y luego dejé que el pensamiento se vaya, no sé por qué. Y me senté sobre la vereda de un barrio completamente distinto del mío. Mamá estaba lejos, seguramente despertándose para un día más de búsqueda y búsqueda de alguna ruta que tomar con la pequeña y conmigo. Completamente solos.
Pero hoy no estaba con ellas.
Descubrí esa mañana fría que me estaba olvidando de mí y de mi juventud, tantos días intentando crecer me habían agotado y necesitaba un descanso de manera urgente. No sabía bien dónde estaba, sabía que era algún barrio de la capital a muchos, muchos kilómetros de casa. En mi monedero repiqueteaban algunas monedas que no sabía si eran suficientes para volver, lo sostuve y lo agité haciéndolas sonar y pensando en eso mismo, que quizás no tendría con qué volver, pero luego dejé al monedero en el bolsillo de atrás donde descansaba antes y le sonreí levantando la cabeza.
Él vivía cerca, supuestamente, habíamos arribado a aquella parte hacía unos cinco minutos y sin decir una palabra se detuvo, se sentó en la calle completamente aislada y se agarró las puntas de los pies con ambas manos (muy grandes manos, por cierto) no reproché, puesto a que no sabía para qué estaba, simplemente dejaba que me lleve el viento, que me lleve el mar, que me lleve a donde sea. Me senté sobre el cordón de la vereda desde donde sólo podía ver un árbol a cada costado de él y su espalda, con algo de vello asomando a través de su remera blanca. Se sentaba como un niño esperando a su maestra, obediente, fiel a alguna ley superior, él estaba esperando al sol, a que terminase de salir. Cosa nueva para mí, que soy más bien un hijo de la noche que del alba, pero me dijo Buenas mañanas y las palabras quedaron resonando en mi cabeza. ¿Qué significaba tener una buena mañana? La escena lo justificaba: estaba él, conmigo pero sin estar conmigo, mirando a las nubes que despacio se movían alejándose y llevándose consigo la tormenta, mientras en un agua como de mar, anaranjada, medio rosa se preparaba a hacer asomar al sol. Él estaba ausente aunque presente, pero yo sabía que si me levantaba y me iba, lo iba a notar, por lo que me preocupé por quedarme, quedarme y nada más.
Dejé de pensar en el monedero, dejé de preocuparme por cómo me las ingeniaría para volver a mi cama, dejé de depender de mi puerta, de mis ropas y de mi cama, dejé de depender y me convertí en un hijo del planeta. Las calles eran mi casa, mis pies eran mi transporte y mi cabeza era mi gasolina. Cerré los ojos, lo supe delante mío, los cerré pero con miedo a abrirlos y no verlo más. Los abrí y él estaba en paz. Me concentré en sus cabello negros, algo enrulados, con un corte tan disparejo, tan extraño. Su aroma a vino y flores. Y su piel tan pálida (piel pálida, vellos negros, ¡Ah! podría morir extasiado)
Quiero sus manos grandes, pensé, pero no son mías, no lo son, ahora mismo soy presa de él, y él lo sabe. Siempre, en una relación de dos, no es fácil que haya equilibrio, siempre uno se subordina a otro, de alguna u otra forma, y yo ahora estaba completamente dispuesto a sus pies, a sus caprichos, a sus órdenes. Él era conciente. Pudo correr lejos y dejarme solo, solo en medio de la ciudad, llorando por un camino para volver, a su vez que mi madre hacía lo mismo, a muchos, muchos kilómetros de casa. Recordé su abrazo. Recordé el momento en que lo conocí.
Esperá que me arreglo, ansié decirle, estaba muy transpirado y con el cuerpo tan pegajoso. La situación no fue la mejor, no no... desée encerrarme en una burbuja que me dejase como nuevo y que luego explote para reaparecer yo, al menos un escalón más arriba, ya que él también estaba con el cuerpo mojado de transpiración. No recuerdo de qué me habló esa noche, recuerdo la palabra recital, y recuerdo a su supuesto dueño (¿es esa la palabra para alguien tan libre?), y me recuerdo alejándome para verlo de lejos. También me recuerdo viviendo situaciones como esas una y otra vez, y recuerdo a Ariel diciéndome que siempre seré un eterno adolescente afligido, persiguiendo lo que sé que me va a costar. Entonces siempre termina igual, me rindo.
¡Qué sabio, mi hermano!
Ahora la situación estaba algo revertida, esta vez era yo quien estaba con él (pero ¿en condición de qué?) y ahora yo estaba un escalón arriba de él (de todos modos siempre me sentí abajo) Y su mirada, que siempre fue lo que más me atrajo de él, esquivaba la mía cada tanto, mientras soplaba aire presionando sus rechonchos labios, como si supiese que está jugando conmigo y una fuerza estuviese empujándolo a arrepentirse. No le hables si sabes que esperará de tí palabras que jamás vas a decir. Y ahí es cuando suspiraba culposo. ¡Ay, de existir esas voces! En fin, un poco de culpa la tenía yo, el masoquista que estaba dejando a un lado su siempre cuidado orgullo para perderse en la ciudad con un completo extraño. Los edificios, aún así, habían quedado a lo lejos, pero las casas eran tan altas que junto a mi pequeño pueblo parecía realmente una ciudad. No me sentí parte de eso, pero me agradó la idea de sentirme un intruso.
Algún que otro auto atravesaba la calle, pero a él no le importaba quedarse ahí. Recordé a alguien que una vez me dijo: sos demasiado especial como para compartirte con alguien, hoy es tan facil no estar solo, agarras a alguien que te atraiga físicamente y que no tenga nada interesante que decir, mientras puedan compartir un par de cosas y mientras esté a tu disposición no hay más de qué quejarse, es fácil tener novio. Recordé al mío, ¿qué estaría haciendo en este momento? No quise saberlo, todo se había vuelto tan banal con él, la comunicación de a poco desaparecía, los temas de conversación desaparecían, él seguía ahí para mí, pero mi sed de más crecía y crecía. Entonces sus palabras de nuevo, demasiado especial para compartirte con alguien, demasiado pretencioso, diría yo, demasiado inconformista, quizás, o tal vez soy yo el que cree que es demasiado y soy tan común como (o más que) los demás, quizás. Algo malo ocurre conmigo, nada me parece suficiente, nada me lleva a alcanzar la paz. Me encuentro ahí, esperando a que se dé vuelta y que me invite a algún lado a desayunar pero no se mueve de su sitio, tan confiado de saber que se volteará y que me va a encontrar. Soy un perseguidor de lo que sé que no puedo alcanzar. Me causo gracia a mí mismo, me río y le rompo el silencio que con tanto esmero se dedicó a armar, en mis narices a armar. Pobre de él que no sabe que soy un parlante dispuesto a gritar, ¡Ay, del mar! ¡quiero el mar!
Se puso de pie, al fin, y me miró, con esa misma sonrisa medio chueca (esa sonrisa que te hace pensar: la tiene clara, sabe lo que hace, sabe lo que pensás) y la mirada tan segura. Lo ví como el humano más bello de todos, como el hombre más perfecto ahora y acá. No sé si había más, pero hasta sus regordetas piernas asomando de sus pantalones cortos me parecían sensacionales. La calle se bifurcaba justo donde estábamos nosotros parados. pero a nuestras espaldas había un camino más, uno que iba directo hacia abajo en picada, a una calle que desconozco, realmente.
Pasó por donde estaba yo, obligándome a darme vuelta para vigilar qué iba a hacer ahora. Se puso en medio de la calle, esa que iba hacia abajo y se echó a correr. Me quedé parado mirándolo y caminé en dirección hacia donde estaba él. Recordé mis pies planos, cansados y algo viejos y cuando había hecho ya unas cuadras me lancé (soy algo lento para decidir, sí)
Al principio corrí vagamente, los pies me dolían, no había forma de que inmediatamente tomase la velocidad que él, pese a su gran cuerpo, era capaz de manipular. Sentía a las monedas chillando en mi bolsillo y tuve miedo de perderlas, luego no lo sentí más (al miedo -a las monedas sí, hasta el final-) Corrí y corrí como nunca, recordé las clases de educación física en mi infancia, esas que tanto me hacían sentir mal. Pero al ver su espalda cada vez más cerca de mi vista, su espalda transpirada, velluda e inquieta, me motivaba a avanzar, a aumentar más y más la velocidad.
Quería alcanzarlo, no quería ser uno más, vaya uno a saber cuántos chicos tenía a sus pies, queriéndolo alcanzar, yo no era uno más, no no, no en vano me dijeron que era especial, que no pretendía lo mismo que los otros con la misma facilidad. Vas a ver, te voy a alcanzar.
Tropecé en medio de la calle y caí y comencé a rodar, pero él no se detuvo, me golpée una rodilla como hacía años no lo hacía y me sentí vivo de nuevo. Me levanté en cuestión de segundos y corrí y corrí una vez más, las piernas me ardían, las sentía hecho fuego mismo doliendo, haciendo explotar la sangre adentro y por explotar, pero sin detenerme jamás. ¿Qué me importaba? ahora sólo estaba él, él y nadie más. Me volví a sentir vivo, vivo y libre, corriendo en una calle que desconocía, a muchos, muchos kilómetros de casa, arriba mío el cielo era una pintura modeviza de nubes que corrían conmigo a la par, y el aire de la mañana era más fresco de lo que podía recordar. Bebí un poco de ese aire como si fuese agua de mar (qué tonto yo, no sabía que esa agua no se puede tomar) y pegué un salto para adelantarme más y más. Los pulmones estaban por estallarme y el corazón no podía latir a mayor velocidad, nunca lo había hecho trabajar tanto, estaba jugando con los límites, estaba a punto de despegar.
¡Ah, volar!
Comencé a reír como un niño al mismo tiempo que lograba alcanzarlo. Pude ver sus nalgas presionándose mientras daba pasos agigantados, y sus brazos, firmes, moviéndose hacia adelante y hacia atrás con los puños cerrados. Pude ver su cintura firme, sosteniendo el resto de su torso y pude ver su espalda transpirada, su mirada fija en la nada y su gesto de preocupación por querer llegar (aunque de seguro él no sabía a dónde quería llegar) Por fin quedó atrás, quedó atrás corriendo y yo estaba adelante, adelante de él y de nadie más. Me sentí libre de nuevo, nada me podía atar, o sí. Seguí corriendo y me sentí como él, libre, vivo, sin ataduras, obligando a alguien a pretenderme alcanzar. Me sentí mal.
Me detuve en medio de la calle hasta que él me alcanzó, y siguió corriendo, y corrió más, y más, y más. De pronto se convirtió en una figura lejos, lejos en el horizonte, corriendo sin ir a algún lugar. Desapareció. Me sentí mal. Agradecí el momento de libertad. Pero no agradecí a él, él fue un instrumento y nada más. El universo conspiró para que se llevase a cabo la situación. Él era un egoísta, un amante de su propia libertad. Y yo era uno más. O al menos eso creo. No, yo no era eso. Porque aprecié ese momento sin cadenas desde el principio hasta el final. Pero me quedé mirando al horizonte, esperando a que se diera vuelta y a que vuelva por mí. Nunca más.
Me senté en la vereda, agitado, con el pecho a punto de salirse por mis poros y con grandes gotas de sudor cayéndome por la frente. El calor se me pegaba a la sangre. Tenía el pelo mojado, la cara roja, el corazón latiéndome frenéticamente y me reí (porque en las mismas condiciones estaba cuando lo conocí) ¡Qué irónico! Miré a mi izquierda una, dos, trescientas veces esperando a verlo volver por mí, al menos a acompañarme a alguna terminal. Nunca apareció. Me reí.
No, yo disfruté de ese momento de libertad. No. Pero no, no iba a contradecirme, estuve todo el tiempo esperando algo de él que confiaba que lo iba a obtener. Me reí una vez más. Afortunadamente el monedero seguía en su lugar. Era cuestión de preguntar y de llamar a algún conocido que me pudiese ayudar. El sol ya había salido. Había desaparecido ese mar. Miré por encima de las nubes y me pregunté si había alguien, en algún lugar, que sea igual a él, pero que en lugar de irse y dejarme solo, corriendo, volviese por mí y me invitase a desayunar. Faltaba para conocer la respuesta. Ahora alcanzaba con volver a casa, con pocas monedas, para ayudar a mamá.
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