sábado, 12 de abril de 2014

Souvenirs





Souvenirs
(por Emilio Nicolás)





Los souvenirs suelen ser recuerdos de sitios en los que hemos estado en lapsos breves, o de sitios en los que siquiera estuvimos. Están ahí en la repisa y al cabo de unos meses y unas capas de polvo te topas con ellos y los miras, entrecierras los ojos, afinas la vista, frunces el sueño y nada, ni una pizca de memoria parece asomar. Te alejas y entonces ahí queda el souvenir, gritando en silencio por un poco de atención.

Ayer me metí en mi jardín, hecho de bosques. Allí los rayos del sol apenas pueden infiltrarse entre los recovecos de las ramas que, cubiertas por enredaderas, se fusionan en enormes brazos cuyos extremos culminan en mil manos desde las que se extienden mil dedos ansiosos por acariciar al sol, sin éxito, y logrando nada más que taparlo casi por completo. Las líneas doradas de líquido sol eran algunas, muy pocas, contadas con una mano, e iluminaban por breves lapsos, si el viento no agitaba, a la tierra inmaculada. Con el crujir de mis pasos me zambullí, casi desnudo y me dejé llevar por el camino hacia ningún lado, en el jardín de mi casa que a fin de cuentas, es un lugar cerrado.

Los dioses habrán estado jugando conmigo aquella tarde, pues a cada momento era de noche y era de día, alumbraba y oscurecía. Aún así había algo que me movía, que tenía el control de mis cortas piernas que avanzaban casi hipnotizadas. Y el control de mis brazos, para apartar las lianas que, como tentáculos se enredaban en mi cuello, acariciaban mis espaldas, sujetaban vehemente mis pies y me sacudían con la misma efervescencia. 

Entre sombras y luces amarillas di con las aureolas que se dibujaban en el negro lodo. En cada una de ellas había un tallo que florecía. En aquellas estériles tierras algo más habría de existir debajo de sus raíces, debajo de tan frágil criatura divina cuya respiración en el laberinto era imposible. 

Oprimí los labios con fuerza y miré, entrecerrando los ojos, mientras las orbes de polvo flotaban derredor como copos de nieve bajo un bosque ennegrecido en el jardín de mi casa. En mi propio jardín. Me puse de cuclillas y afiné la vista, mirando los tallos de cerca y tratando de adivinar los colores de las flores que venían. Pero entonces algo debió ocurrir con mi cerebro. Porque la mente, de pronto, enloqueció sin darse cuenta, siquiera y no supo reconocer el tiempo ni el espacio, y los pies parecían ya no más estar pisando.

Estaba yo entonces, sin gravedad, en un jardín que no era ya más el mío, ni el tuyo ni de ningún ser humano. 

Cuando recuperé la conciencia dejé de pensarlo y con mis propias manos ejecuté el acto.

Uno a uno los tallos fui arrancando y bajo cada uno de ellos se ocultaba una semilla casi muerta de algo que pudo haber sido, y que no fue y no podrá ser mientras siga clamando por algo de sol, con espanto. Las ramas reían y me hacían cosquillas por todos lados. Las agraciadas copas, allá arriba donde la luz iluminaba sus coronas, danzaban jocosas y las piernas de raíces se desarraigaban y volvían a arraigar, intercambiando sitios para desorientarme y hacerme caer al suelo con cada uno de los tallos, ahora ennegrecidos.

Caí muy suave, como en un sueño. Los tallos secos también cayeron y sin ayuda de ninguna mano se enterraron. La tierra, entonces, se abrió de par en par y con ellos formó una única semilla, que se dejó dormir en lo profundo y liberó una luz propia que, entre medio de los árboles abrió un portal que lo cambiaría todo, cada uno de los datos de lo que no fue (porque no pude recordarlo)

Pensé repentinamente en vos, pensé en haberte conocido en el lugar y el tiempo inexactos, siempre lejos, siempre sin hablarnos, sin tocarnos, siempre lejos. Y ahora el portal se abría luminoso, con destellos de todos los colores, invitándome a atravesarlo. Allí te encontraría y el tiempo y el espacio serían diferentes. O bien no los habría. 

Los recuerdos irreales habían regresado.

Dirigí una mirada a mis manos embarradas y a mis rodillas negras, sentí el olor a lluvia y admiré a mis propias piernas temblando. Allá arriba sentía que había aves volando en círculos sobre mi cabeza y gritando. El silencio del bosque se rompió de golpe y todo estaba vivo, menos tu rostro que seguía en mi memoria, brillando. 

Miré por última vez al portal, que ahora no era para mí más que una fusión de todos los colores del universo, en un ovalado y flotante plato. Lo saludé con una reverencia y las ramas se abrieron ante mí, para dejarme buscar la salida del jardín que es mío, no tuyo ni nuestro, ni del suelo donde piso, ni de los años.







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