jueves, 7 de febrero de 2013

A veces no te entiendo





A veces no te entiendo
(por Emilio Nicolás)





I


Estoy en el mejor capítulo. Mis ojos siguen las líneas, las letras, las palabras las oraciones los párrafos.
Mis ojos persiguen todo, y se apresuran, porque el reloj apunta y vuelve a apuntar y apunta de nuevo.
Doy vuelta la página, y sé que es el momento, quiero seguir leyendo pero...

Cierro la tapa del libro, dura, azulada. Paso los dedos. Corro la silla hacia atrás, no me importa que rechine.
Me levanto y le doy la cara al ventanal. Afuera el sol me está viendo. Y yo lo espío entre cortinas.
Cuando falta un minuto para que falten diez minutos para el redondo momento. Yo te busco, como todos los días, ese mismo momento.

Se paraliza mi mundo, se detienen mis sueños, como duendes que saltaban entre los pasillos de mi casa y ahora se quedan inmóviles, mirándome, contemplando cómo centro toda mi magia en ese preciso momento.
Estoy ahí, hablando con vos, nada más puedo ver, nada más quiero oír. Los espíritus giran sus cabezas hacia mí y todo se queda en silencio. No intentan llamar mi atención, pues desperdiciarían toda la energía del universo.

Y sonrío.
Y te cuento.
Y te escucho.
Y vuelvo a sonreír.
Y ahora no.
Y te hablo.
Y ahora no.

Y de pronto me preguntás...
Si me interesa charlar con vos, de lo que sea, de cualquier evento.

Me quedo en silencio.

El libro se enoja. El sol golpea el vidrio del ventanal, rabioso. Los duendes, impacientes, esperan a que cuelgue el teléfono.
Mi mundo entero está esperándome a que vuelva a zambullirme en él.

¿Y me preguntás si me interesa charlar con vos?

Me quedo en silencio

Y te dejo entender lo que quieras, ahora no tengo fuerzas para explicar que tengo a mi alrededor a mil seres clamando mi espíritu, sacudiendo la coraza que es mi cuerpo.


Me estremezco. 


II


Pobre del astro, que cansado de llamarme, se fue a dormir y dejó la casa en silencio.
La oscuridad se hizo dueña de cada uno de mis recovecos, y se quedó bailando toda la noche, mientras yo miraba al negro techo.

¡Qué inquietos, los gatos! que por quererme despierto, egoístas, corren de un lado a otro, haciendo caer ceniceros.
Uno tras otro, crash, pum, revientan y hacen llover espinas de porcelana que, después de volar, me esperan en el suelo.
Yo caigo rendido, después de tanto pensar que no debería pensarte, no así, no tan dormido en tu mundo, donde yo no cuento.

Inconciente, mi universo se abre, y convierte los muros de mi casa en un proyector de lo que sueño. Tengo los ojos cerrados y perdí el conocimiento. No puedo ver lo que hay en aquella ilusión de movimiento, pero los gatos me contaron… que tu rostro apareció en muchas formas, moviéndose por todas las habitaciones de mi oscura casa, todas con luz propia, todas en movimiento.

Estabas riéndote en la cocina, estabas triste en el baño, me esperabas parado en ropa interior en la puerta de tu casa en la sala de estar de la mía y dormías a mi lado en mi habitación, justo dibujado en la pared junto a la que siempre quiero acomodarme, donde sudando, daba vueltas y suspiraba en silencio. Dejando a mi alma escapar y volver con cada bocanada de aire entrando y saliendo.

Desperté, pero no del todo, y te busqué, te busqué por todas las camas de la casa. Caminé descalzo, me clavé las espinas en los pies y te seguí buscando, algo rengo, pero te seguí buscando. Quería ver tu silueta tapada por las frazadas, tu silueta tan serena, durmiendo, moviéndose como si bailase fogosa en el propio averno. 

Caí en la cuenta de que estaba en mi casa, de que estaba solo, y de que vos estarías igual que yo, en algún otro lugar, en el mismo momento.

Volví a dormir y así sucedió durante horas, hasta que al otro día, leyendo el mismo libro, volví a cerrarlo a la misma hora, y volví a tu encuentro.


Y me preguntás si pienso en vos.

Me preguntas si pienso en vos.

Me quedo en silencio.


A veces no te entiendo.







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