miércoles, 13 de febrero de 2013

La criatura y el cazador





La criatura y el cazador
(por Emilio Nicolás)





Alguna vez me importó que mi cuerpo se pusiera pegajoso con el calor y la humedad. En realidad, más que alguna vez, casi todas.

No esta vez.

Aún si... en alguna otra circunstancia las paletas del ventilador, balanceándose en el último esfuerzo por hacer algo de sí mismas, pudieron haberme deprimido hasta negarme por completo. Pero ahora lo hallo hasta poético.

Cierro los ojos.

Te movés. Me muevo. Me muevo porque te movés, porque me llevás con vos, tal como siempre quise, durante años. 

Imagino tus gruesas piernas como las raíces de un árbol ubicado en el centro de un bosque, bien alejado del resto de la flacucha arboleda. Raíces que se desprenden de la tierra y se arquean hacia el cielo como tentáculos gruesos.

Suspirás.

Y presiono mis dedos, bien separados, que peinan hacia todas las direcciones los pequeños vellos negros, plantados sobre el suelo árido y pálido de tu cuerpo. Te volvés a mover y me levantás un poco hacia arriba, más cerca de las paletas ondulantes, agonizantes.

Mi criatura. Decís.

Y si me coloco sobre el mismo límite donde se paran tus ambiciones intelectuales, no está mal que lo digas. Tantos centímetros nos separan. De alto, de ancho. Me siento un pequeño barquito a la deriva sobre las olas, que se mueven, que se ondulan, que se arquean. Que me llevan.

Gemís. 

Y volteo para verte, tal como siempre quise verte. Regado de gotas de sudor por cada recoveco de tu cuerpo, volviéndote brillante, entero, único, en el máximo de tus capacidades.

Claro que es el único plano en que podría demandar todo tu potencial. Con los ojos cerrados y la energía toda puesta en mí. 

Suspiro.
Volteás tu cabeza de modo que si abrieras los ojos, de seguro verías todo patas para arriba. La mesita de luz estaría pendiendo del techo y esas paletas nos esperarían abajo, con la intención de desgarrarnos a pedazos. En vano. 

El desequilibro te obliga a usar tus manos. Movés tus brazos macizos hacia ambos costados míos. Presionás con tus manos sobre mi vientre. Quema. Volvés a gemir y esta vez hacés un esfuerzo mayor.

Me elevás más.

Y aunque duele me siento más cerca de donde siempre quise estar. En la cumbre de tus rodillas, en lo más alto, en el punto crucial de todo lo que tu cuerpo es capaz de dar. Volteo hacia tu torso y es un campo extenso y vacío sobre el que seguramente después me voy a tirar a dormir, acariciado por cada uno de tus vellos y refrescado con tus gotas de sudor. Comienzo a dudar.

El silencio nos llena a ambos.

Y se corta de a ratos, por leves letras sin palabras, sin nada más que decir, sin nada más que aportar. Sollozos inertes. Me quejo con más ganas, para evitar que el vórtice mudo nos arrastre consigo. Te animás y me explorás con más dinamismo. Con más violencia.

El cielo se pone negro.

Y en la habitación ya estábamos a oscuras desde hacía un buen rato. Mi cabello ya estaba completamente empapado. Mis mejillas rojas, extasiadas. Agaché la cabeza y varias gotas tibias se arrojaron por el vacío hacia tu entrepierna derecha. Y se arrastraron sin ganas.

Sentí el ardor de tus manos grandes.

Y sentí el momento cúlmine. Breve, instantáneo, insignificante.

Exhalaste todo el aire del universo.

Que se expandió por toda la habitación y refrescó el ambiente entero. Suspiré una vez más. Pasé mi muñeca por la frente. Me la sequé como pude, agarrando una porción de tus sábanas, el que tengo a mi alcance. Una mancha azulada quedó impregnada.

Con un corto quejido y un sobreesfuerzo por levantarme, sujetándome de tus rodillas temblando, me desprendo de tu cuerpo.

Te quedás en silencio. Recojo mi remera negra.

Tanto esperamos. Decís.

Ahá. Contesto.

En cuestión de segundos estoy del otro lado.
Y de pronto los años que desperdicié con vos, se fueron en un instante. No siento nada. Todo fue en vano.

Tendré que buscar otra criatura. Dijo la criatura, mientras levantaba la cabeza, para saludar a todo el que se le cruzara.

Y siguió caminando.











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