sábado, 4 de septiembre de 2010

El ladrón de sueños






El ladrón de sueños
(por Emilio Nicolás)





El ladrón de sueños, como solían llamarlo en la ciudad y en los pueblos cerca del bosque laberíntico, vivía en una especie de fuerte bastante alejado de donde tenía mi hogar con mi familia, la cual era muy numerosa por aquellos días de mi adolescencia aletargada.

La lejanía de su ubicación no impedía la fama de su nombre que se debía a la magnificencia de la habilidad, definida por muchos como sobrenatural, otros por demoníaca, para atravesar los espacios y romper los límites del sonido y hacer llegar a altas horas las más dulces melodías. Era común estar descansando y escuchar de pronto un triste entonar de campanas o de liras provenientes de la nada. Había tantos rumores y tantas contradicciones en las bocas de los pueblerinos que ya se había convertido en una personalidad relevante entre todos. Algunos decían que no oían nada por la noche, mientras otro puñado de personas afirmaba haber recibido una melodía tan melancólica como fuerte a sus oídos, robándole así sus horas de descanso y de sueño. También había quienes oían voces, muchos dicen de ninfas, acompañando a tales melodías. Tantas cosas se decían. Lo cierto es que un millón de moscas no pueden equivocarse. Éramos muchos los que lo escuchábamos y aquellos hombres del pueblo que se llamaban valientes a sí mismos lo habían terminado de corroborar cuando emprendieron su viaje a caballo una noche cuando una de las tantas canciones comenzó a sonar. Volvieron por la mañana, fatigados y excitados, garantizándonos la existencia de aquel músico y localizándonos incluso su ubicación. Tenía que ser en aquel fuerte al que nadie había podido acceder. Mucho menos estos hombres, quienes oyeron las melodías mucho más potentes, emergiendo de las duras paredes que protegían el castillo y quienes intentaron penetrarlo de mil maneras posibles, sin éxito. Muchos dicen que nos ocultan el secreto de que aquello que les impide avanzar a sus adentros no es ni más ni menos que una fuerza sobrenatural, mágica, que controla sus voluntades y los obliga a volver o a enloquecer incluso. Quizás esa sea la razón por la que volvieron tan asustados, como si una bestia gigante hubiese estado acosándolos durante toda la noche. Como sea, nadie garantiza ninguno de estos rumores y no son más que eso. La existencia de este músico (si es que era un hombre o no, porque siempre le atribuían todas las inteligencias al sexo masculino) del que tanto hablaban no me quitaba el sueño. Bueno, en realidad sí me lo quitaba, pero no me importaba despertar en medio de la madrugada y caminar entre los jardines de mi madre meciéndome sobre mí mismo y acunado por el dulce dolor que expresaban sus entonaciones. Sentía su dolor, sentía su rendición y su fatiga. A veces, aún en pijamas caía sobre mis rodillas y una sensación mezcla entre ira y dolor profundo corría por mis venas no sin calmar cualquier arrebato de ira que pudiese asomar a mis emociones, como solía suceder cada vez que no entendía algo o que me hacía adolecer. Su música calmaba cualquier bestia dentro de mí y me convertía en no más que en un animal pequeño y moribundo que no podía hacer más que echarse al suelo a agonizar entre lágrimas y silencios. Aquella sensación era exquisita, los románticos de aquellos tiempos no éramos más que unos aduladores del dolor y de la desesperación que expresábamos moviéndonos por la tierra como si estuviésemos en un sueño y como si estuviésemos caminando por suelos vírgenes a nuestros pies y a nuestros ojos. Íbamos como perdidos y como exploradores, siempre alertas a nuestro alrededor y con un caminar entre elegante y temeroso. La gente entre los mercados nos miraba como si fuésemos dementes y algunos aclamaban extrañar los momentos patrísticos en los que la Santa palabra era la Santa mano que hacía a un lado todo lo que parecía extraño al dogma. No estábamos poseídos aunque así nos creían, no estábamos endemoniados pero sí estábamos sumisos dentro de nuestros propios interiores, caminando por las calles como si no estuviésemos en ellas en realidad y sumergidos tan adentro que si alguien se acercaba a hablarnos lo que hacía era despegarnos de nuestro sueño, entonces volvíamos a entrar en razón y preguntábamos "¿Me has hablado?"

Jamás me arrepentí de ser uno de aquellos, señalados por el resto como los extraños y los soñadores que poco y nada dedicaban al trabajo y más a idealizar el mundo con la imaginación con cada paso. Y tenían razón, era más lo que evocábamos y mucho menos lo que vivíamos y se convertía en un peligro constante que nos dejaba frágiles y vulnerables a cualquier tipo de frialdad humana. Aún así, a un soñador le costaría hasta reconocer el momento de su propia muerte, el dolor no sería más que una molestia en el cuerpo, comparada con la gran cantidad de preguntas como puñales que surgen con cada día que pasa y nos encuentra reflexionando.

Tuve la oportunidad de conocer a alguno que otro de aquellos, pero jamás supe si las melodías de este cantor provocaban el mismo efecto en mí al caer la noche y robarse los sueños. Tampoco quise saberlo, me dolería el saberme uno más de ellos en todos los aspectos, quería algo que me hiciera diferente, algo que me pusiese un escalón arriba sobre ellos y me permita saberme único, completamente único, como el cantor. Apuesto a que no habrá más cantores con melodías tan poderosas que atraviesen cualquier espacio hasta llegar a los oídos de los durmientes. Ha de ser el único.

No me costó mucho pensarlo, pienso tanto que a veces, cuando he de tomar decisiones me convierto en el ser más compulsivo que de la mano de la ingenuidad y de la inocencia elevo la mano a donde tenga que elevarla y me tapo los oídos mientras cierro los ojos y espero al resultado. Tantas veces lo hice y tantas veces lo padecí. En el pequeño palacio donde vivía aceptaban como uno más de mis tantos encantos demoníacos mi atracción hacia caballeros en lugar de hacia damas, era como si se hubieran rendido ante la idealización de verme un completo ciudadano ejemplar que cabalgaría espada en mano a luchar por el nombre del rey. No me interesaba aquello y creo que por ser de familia noble optaban por aceptarme aunque sin dejar de mirarme de costado. Aquello me importaba tan poco...

Como dije anteriormente, la mayoría de las veces mi actuar compulsivo fue la llave de mis caídas, y casi todas fueron con algunos de estos seres a quienes llamaban poseídos por ser diferentes. Casualmente muchos de ellos tenían la misma locura y la misma inclinación sexual, por lo que mis aventuras con aquellos no tardaron en escribirse cuando me vi apto para verme corriendo adentro de la catedral con uno de ellos en mano para escondernos detrás de la imagen del hijo del Señor para dejar el aroma de nuestros cuerpos fusionados. De habernos encontrado seguramente ahora no estaría contándolo.

Lo mismo sucedió cuando, con otro de ellos nos hicimos con el hijo sordomudo del rey vecino y lo pervertimos hasta hacerlo gemir como uno de los tantos puercos que tenía su padre. Éramos completamente libres de cometer cuanto se nos ocurra en nuestras mentes, desde correr desnudos por los prados de las sacerdotisas hasta seducir para posteriormente acusar a uno de los ministros de vejador para ser partícipes más adelante de su caída en la orca. Con la negrura de la bolsa en su cabeza y los pies colgando en el aire. El pueblo nos quería demonios y demonios éramos. Pero yo era diferente a ellos, yo me enamoraba. Yo era feliz cometiendo pecados y era quien soñaba con sus brazos envolviendo mi torso durante la noche, y con sus piernas velludas enredándose con las mías y con sus lenguas mojando cada centímetro de mi cuerpo. Era yo quien me extasiaba de placer con cada recuerdo y quien me mordía el labio inferior minutos antes de cada encuentro. Cuando me ruborizaba me creían excitado cuando en realidad eran nervios los que me acosaban y me daba pavor mostrar mis sentimientos hacia aquellos demonios, que eran muchos y que no eran por mí menospreciados. Me dolía volver a casa cuando lo último que veía al caer el sol era el rostro de alguno de ellos sonriendo y con la cara con barro, yéndose a su pueblo a cometer quién sabe qué otro pecado con algún otro de esos pícaros que andaban por la noche deambulando. Los celos me presionaban los brazos y me azotaba en silencio con los látigos de mi asceta abuela para castigarme por sentir amor, amor.. ¡Amor! por esos hombres tan despreocupados y tan en sí mismos concentrados. Era imposible atar a alguno y dejarlo a mi lado. Y las melodías de este cantor Ladrón de sueños despertaban en mí aquel sufrimiento de saberme añorando acabar con la soledad que ni el más fuerte de los licores aplacaba con el éxtasis y con el olvido momentáneo. El ladrón de sueños hacía eso, robaba mis sueños y despertaba mis ansias más ocultas de amar y de ser amado.

Y como dije, no lo dudé, corrí hacia el bosque en una noche de verano. Algunas ninfas cantaban despacio entonando la melodía que aquella noche se estaba entonando y pensé que muchos pueblerinos tenían razón, aquella música despertaba hasta a los seres más mágicos que no tenían pudor de salir y dejarse ver por humanos, estaban encantados, hipnotizados, hadas y elfos y otros seres que creíamos inexistentes no tenían escrúpulos de salir a cantar y bailar con dolor en sus rostros y elegancia en sus movimientos azulados. Corrí entre árboles y entre arbustos, bañado por pétalos de flores que caían como lluvia y tapado por el manto negro de la noche que convertía al bosque en el más melancólico y maravilloso de los escenarios. Una vez más el amor y la tristeza se fusionaban en todos los aspectos, como si amar fuese un sacrificio que aquel valiente dispuesto a amar se haya decidido a cometer sin pensarlo. El ladrón de sueños tenía que saber de amor, tenía que conocer aquello de lo que los humanos hablan tanto. Y me pregunté si sabrá tanto como aquellos, que hablan del mismo como si lo hubiesen sentido quemando en sus sienes y en sus venas y haber sobrevivido para contarlo. Sentí que no son más que palabras, que quienes sentimos de verdad el amor somos quienes lo soñamos, quienes lo idealizamos y lo buscamos moviéndonos con la elegancia con la que hemos de llamarlo. Imaginé al ladrón de sueños como aquel que ha amado y que por amar así ha su destino resultado: tan solo entre los muros de un castillo, susurrando sin darse cuenta que en realidad está gritando. La melodía se hacía más y más fuerte en mis oídos y mis pensamientos se volvían más pesados, corrí como si estuviese persiguiendo al amor de mi vida, escapándose de mis brazos, huyendo del compromiso y del sacrificio de abandonar al individuo libre y de transformarlo en una pareja de siameses que van al mismo lado. Ataduras, no, no debe tratarse de ataduras, debe tratarse de voluntad, de quedar lejana la posibilidad de pensar en esa clase de lazos color metal. El ladrón de sueños lo sabe, el ladrón de sueños conoce del amor más que ningún otro ser humano. Llegué a trote a las puertas de aquel palacio rodeado de árboles y no ví más que un charco de agua en la entrada del mismo santuario. No había magia, ni estaba enloqueciendo para volver a mi cama ni nadie que me obligase a retroceder. Tan solo un charco de agua y su imagen reflejada. El ladrón de sueños estaba mostrándose a través de magia, estaba mostrándose a mí, creando la música con las manos, moviéndolas de un lado a otro y convirtiendo a cada uno de sus dedos en notas que salían de las puntas y al cielo se elevaban. Era precioso, el más hermoso de los jóvenes que alguna vez haya encontrado. Y el dolor en sus expresiones no había arruinado la belleza que lo envolvía.

El ladrón de sueños estaba frente a mí, cantando, con las manos pero aún cantando. Me postré junto al muro y miré al cielo, fascinado. Realmente no supe nada, no supe de qué forma encarar el día siguiente ni cómo hacer para encontrar el amor que tanto ando buscando, pero los románticos nacimos para esto, estamos más allá de la carne y de los ojos, y de las piernas y de los brazos. Tan solo un instante de su imagen como holograma y el éxtasis casi se hace orgasmo. Los románticos nacimos para amar a cuanto nos rodea a donde vamos. Si la soledad es el precio que pagamos, pues nos consuela saber que el verdadero amor se encierra en nuestros centros y es tan valioso que ningún mortal ha de poder tocarlo.






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