martes, 10 de agosto de 2010

Utopía de nuevo





Utopía de nuevo
(por Emilio Nicolás)



Me había citado hacía dos días en el banco que está en la estación de tren de la ciudad en la que él vivía. Le dije ese jueves que conocía bien aquel lugar, que pasaba cada mañana cuando me dirigía al trabajo, pero que atravesaba aquel banco tan velozmente que era sólo una imagen de un segundo en mi memoria. Luego se desvanecía. Me arrancaban cada mañana del lugar que entonces ocupó mi mente durante el día y durante la noche también. Recuerdo que el viernes intenté detener el tiempo justo en el momento en que mis ojos se enfrentaban a los ojos invisibles de aquel banco, que siempre estaba ocupado por alguien. Ese día creo que no, no lo recuerdo bien, evidentemente no pude detener el tiempo y el vistazo fue fugaz.
La madrugada del viernes me costó dormir más que de costumbre, sólo pensaba en él, el chico de pocas y muchas palabras (y me salía con naturalidad decir que era un chico porque tenía la misma particularidad que cargo sobre mis espaldas desde que tengo memoria) Parecía un niño, no tanto como yo, pero parecía un niño. En mí siempre fue molesto. Mi baja estatura, mi voz refinada, mis amplias mejillas y la mano ajena siempre, siempre sobre mis cabellos, haciéndome sentir poco importante, poco serio. En él no existía ese efecto: por fotografías (casi siempre sacadas desde arriba) daba la impresión de ser un niño que aún no salía de la secundaria, pero personalmente su edad salía a la luz, todo se veía diferente: era alto, tenía piernas gruesas que había erigido luego de tanto deporte y una voz algo tosca y cruda que sólo sabía hablar de viajes, deportes y chicos. La cara de ángel se desvanecía cuando lo veías llegar. La figura madura caminando segura también desaparecía cuando lo oías hablar, más allá de su gruesa voz.

Nunca supe qué fue lo que me atrajo de él, quizás el misterio que lo rodeaba, la particularidad con la que todo a su alrededor parecía no pertenecerle, su afición al deporte, su carácter manso y poco hostil, su siempre dibujada risa, su supuesta humildad, todo parecía desencajar con la imagen de niño perfecto, que podría estar en una portada de revista de modas o bien ganando algún partido de fútbol ¿quién podría resistirse? Nadie... menos yo, que siempre estuve preparado para lo peor, que me mentalizo cada día de mi vida que jamás seré capaz de conquistar alguien tan completo, con tanta vida y con tantos kilómetros recorridos ¿quién soy sino un metro sesenta? suspiré cuando me senté por primera vez en aquel banco porque precisamente en ese momento fue cuando lo recordé y me pregunté para qué estaba allí. No se trata de ser optimista, conozco estos campos, me he movido por ellos y he saboreado tantos gustos, aunque mi piel diga lo contrario tengo mucho recorrido, quizás precozmente, quizás de una forma en que nadie me comprenderá y seguirán diciendo que aún no he vivido. Pero creo saber demasiado sobre este pequeño mundo en el que me supe moviéndome cuando me hice adolescente y sobre el cual me tomé muchas de mis horas para estudiarlo detenidamente. Y nunca quise hacerlo. Pero lo hice. Con cada experiencia y cada par de labios, con cada pretensión egoísta y cada exigencia de cuerpos bien formados; con cada piel pegada con piel y olor sudor goteando bajo la cama y cayendo al suelo de cerámica; con cada perversión repulsiva y cada mano sobre mi cabeza; sí, sí lo viví y sí lo sufrí, y sí lo sufro y sí lo estuve sufriendo cuando me senté aquel sábado en aquel banco.

No es para mí. No por no quererlo, al contrario, estaba ansioso, nervioso, temblando, con los pies apenas rozando el suelo y con los labios entumecidos, con la frente mojada y con los ojos desviándose hacia todos lados. Estaba realmente nervioso. Ese era síntoma de que de verdad temía perderlo antes de encontrarlo. Una vez más me equivocaba en el juego sin siquiera haberme movido al primer casillero. No aprendo más, me dije. No aprendo más. Y suspiré riendo e intenté quitarme ese estado vergonzoso, mezcla de nervios e inexperiencia con un poco de inseguridad y subordinación total. Subordinación que se hizo más evidente cuando lo vi llegar caminando relajado y sonriente y saludarme sin siquiera titubear con sus palabras. Yo, sin embargo, no pude emitir palabra, tenía la garganta seca.

¿Por qué soy así? me pregunté una vez más mientras me quedé contemplando sus encías perfectas y su cara juvenil; sus piernas una vez más grandes flexionadas sobre el banco y aplastándolo con fuerza. Su gorra y sus cejas. Sus manos y sus pupilas. Y yo, tan chiquito y tan simple, jamás me moví de mi casa si no fue para estudiar, para hacer mi trabajo o para pasear, si quedaba tiempo, no tan lejos de la ciudad. ¿Qué caso tenía oírlo con todas esas historias y esos caminos recorridos si no podía más que escuchar? ¿Quién sabe la cantidad de hombres que estuvieron y están a su disposición, que son más interesantes y tienen más dinero, que son más bellos y que tienen cuerpos tan bien formados? Miré mi pequeña barriga e inhalé aire para hacerla desaparecer. Creo que lo notó porque lo escuché reír mientras reían también sus abdominales y no pude evitar mirar a un costado. Me tocó la cabeza. Otro más que lo hace.

Hice una mueca que intentó ser una sonrisa y lo imaginé de la manera en que él me decía que era, lo imaginé sencillo, lo imaginé llegando a su casa y sacando a pasear a su sobrina a la plaza tal y como me lo había contado una vez. Lo imaginé riendo con sus amigos y comiendo comida chatarra y no lo imaginé seduciendo a ningún hombre ni aceptando halagos; no lo imaginé teniendo sexo con su cuerpo perfecto pegado a otro símil, tocándose y admirándose mutuamente.

Tampoco lo imaginé enamorándose, pues me había dicho en una oportunidad que no creía en esas cosas, pero que era conciente de que la vida podía sorprenderlo. Es gracioso cómo esa aclaración fue suficiente para tenerme ahí, a sus pies, esperando ser la excepción, tan egoístamente. Si su discurso hubiera terminado ahí, pensé mientras lo seguía escuchando hablar (pero no interpretando una sola palabra de lo que decía), si allí hubiese terminado su lista de pretensiones, si tan sólo quisiese conocerme por conocerme, por gastar su tiempo, por divertirse un rato, yo no hubiese estado una hora bajo la ducha cantando alguna canción jubilosa, para luego perfumarme con aquella fragancia que sólo guardo para ocasiones especiales ni me habría puesto la camisa que más me gusta, aquella que parece de leñador escocés. Era esa mínima aclaración final, esa ventana que tenía abierta a enamorarse pese a su fatiga y a su pesimismo lo que me había movilizado a tal punto de tenerme ahí, idealizándolo y pensándolo diferente, y sobre todo pensándolo capaz de ver en mí lo que me hacía diferente a todos los demás, lo que me hacía especial, la sencillez que me convertía en el pequeño metro sesenta sensible y frágil que se levantaba cada mañana para trabajar y luego llegar y echarse en la cama junto al gato para dormir la siesta. Y que luego de despertar se encargaba del resto de los animales procurando que no les falte ningún capricho y así después cenar algo simple y sentarse frente a un monitor a buscar ridículamente el amor. Y lo seguí viendo mover los labios y volví a ver la perfección en él, y volví a ver el mundo que seguramente esperaba con brazos abiertos que vuelva a explorarlo y ¡Oh! la gran cantidad de hombres bellos que de seguro estarán a su disposición. Sonreí. Pero no sonreí de felicidad. Sonreí porque descubrí el destino (recordé a la baronesa Blixen) sonreí porque me supe en vano, me supe débil ante la gran cantidad de luchas internas que tendría si de sus labios no salían inmediatamente palabras de seguridad, de confort y de aliento para que siga sentado allí, para que apueste a algo mutuo.

Mutuo.

No.

Era simplemente mi anhelo, mi sueño, mi proyecto. No estaba en su cabeza lo mismo que en la mía. Me miró dulcemente, como si estuviese a punto de besarme. Acercó sus labios a los míos, no sin antes procurar que nadie camine cerca. Me levanté estrepitosamente y no pude evitar, como siempre, que de mis ojos estallase un par de lágrimas. Lo miré fijo y le dije que me fascinaba su forma de ser, pero que yo sería incapaz de soportar tanto. Algo en mí me hacía sentirme poco merecedor, poco capaz. No. Imposible. El tren que se dirige a mi ciudad justo abría sus puertas automáticamente a mí, invitándome a lo que debí hacer en un principio, celebrando la aceptación que nacía dentro mío. Crucé el banco y me subí. Me miró atónito. Las puertas se cerraron. Lagrimeé de nuevo. El tren se fue.








-





-

No hay comentarios:

Publicar un comentario