miércoles, 11 de agosto de 2010

Children



Children

(por Emilio Nicolás)



Había dejado de ser aburrida la tarea desde el primer día en que lo vi. Todo era igual en la estancia de mi padre hasta ese entonces, creo que tenía tres años y debía levantarme de mi cama apenas asomaba el sol. Recuerdo que para ese entonces era verano y no costaba tanto salir de la cama. Sólo un par de sábanas me cubrían y deshacerse de ambas era fácil de un solo manotazo crudo y veloz, para evitar flojera. Segundos después, no muchos, pues no quería perder el tiempo, me sujetaba fuerte del borde de algarrobo de la cama y con un poco de paciencia conseguía que mis pies toquen el frío suelo de piedra. Era reconfortante sentir el fresco bajo mis cálidos pies rojos. Luego seguía un desayuno veloz de leche y queso y con suerte algo de pan y enseguida comenzaba la jornada laboral.

En la mayoría de las casas del pueblo las familias eran numerosas, cuando salía con mi enterito puesto y mi sombrero de paja, para protegerme del sol fuerte del verano, ya se veían otros niños de mi edad o un poco más grandes que habían comenzado a trabajar desde hacía varios minutos. En algunas familias se veía a lo lejos cinco o seis figuras pequeñas encargándose todas de alguna tarea en particular: una mancha celeste ordeñaba las vacas, una por una, mientras otra manchita amarilla quitaba la paja vieja y la cambiaba por otra recientemente recolectada. A veces otra figura pequeñita cuyo color no recuerdo el nombre cortaba leños en la entrada de su estancia y así con muchas de las familias cerca de donde vivía la nuestra. A mí, en cambio, me tocaba realizar casi todas las tareas, pues era hijo único. Mi padre siempre dijo que no quería más de un descendiente, que eso implicaría competencias y recelos entre otros pecados. También lo oí decir una mañana que como el primer hijo de mi madre fue un varón ya no había necesidad de parir de nuevo. Supongo que pude llegar a tener una hermana mayor, pero tampoco me quejaba mucho, me agradaba la soledad y la tranquilidad que me habían albergado en esos primeros tres años de mi vida. También supuse que mi sexo tenía que ver con la mantención del apellido en los siguientes linajes. Pobre de mi padre.

En fin, todo era monótono, mi vida era mecánica y había absorbido hasta mis pensamientos y sentimientos. No tenía tiempo de quejarme, no había momento de detenerme a pensar si ese era el estilo de vida que quería llevar los siguientes noventa y tantos años que me esperaban. Al ver allá a lo lejos a los otros niños realizando las mismas tareas que yo me hice la idea de que no estaba tan solo y que no era el único que quizás, en algún segundo o dos de tiempo libre, se hacía esas preguntas. Los veía como yo, cargando paja por la mañana y ordeñando después, para cortar leña luego y cazar liebres antes de caer el sol y así preparar la cena en la noche para que sus padres puedan cenar después de un arduo día de trabajo y puedan dormir. Si alcanzaba para los hijos entonces ellos también tenían la suerte de acostarse con algo en el estómago.

Las noches prácticamente no existían para nosotros, apenas apoyábamos las cabezas en nuestras duras almohadas perdíamos la conciencia y la recobrábamos al instante en que la luz comenzaba a molestar a través de nuestros ojos. Y otro día comenzaba. Al menos eso pensé en aquella mañana que cambió mi manera de ver las cosas, cuando me dirigí medio somnoliento al jardín delantero de la casa para regar las flores y vi un pequeño niño, de casi tres años aproximadamente, corriendo por las afueras de la estancia sin rumbo aparente. Se lo veía jocoso, despistado de todo a su alrededor, casi tonto, pero feliz, demasiado feliz para ser un niño. Me acerqué, no sin antes mirar para ambos costados y cerciorarme de que no había nadie cerca y le pregunté por qué no estaba trabajando como los demás niños. Detuvo su marcha en círculos a los trotes y me miró un largo rato, sin dejar de sonreír. Volví a preguntarle, esta vez elevando más el tono de voz, pero no hubo caso alguno, seguía congelado, con una sonrisa inquietante y las pupilas fijadas en las mías. Sentí nervios y curiosidad, algo de excitación quizás y un poco de gracia me daba aquella escena, pero no dejé de mirarlo con el ceño fruncido y los labios achicados. Volví a mirar hacia mi izquierda, mi derecha, hacia atrás de mis espaldas y una vez que supe que no había nadie evidentemente, me abalancé hacia la puerta y la crucé con las piernas temblándome. Me puse frente a él.

Estábamos así los dos, uno frente a otro. Yo irritado, en mi mente no se admitía una sola falta de respeto y eso de mirarme fijo sin contestar a mi pregunta no podía permitirlo. El aire afuera era distinto, o al menos eso me hice saber. Los árboles se veían más cálidos y silvestres, ninguno tenía una rama podada y las frutas caían al suelo y nadie las recogía. El viento acariciaba cada parte de mi cuerpo y las sombras dibujaban figuras en el suelo. De tanto observar a mi alrededor había olvidado al pequeño maleducado y volví a mirarlo fijo. No pude terminar de colocar mis ojos sobre los suyos que enseguida sentí sus ensalivados labios chocando contra los míos. Por un segundo en el que abrí los ojos tanto como pude sentí que había llegado demasiado lejos y sin haber producido palabra alguna. Me sonrojé y estuve a punto de pegarle, pero la violencia no era una de las materias que se enseñaba en mi hogar. En lugar de contestar lo miré aún más enfadado de lo que estaba y corrí a casa. El resto del día me fue imposible realizar correctamente mis tareas sin dejar de pensar en aquello. Los leños se caían de mis brazos y mis puños tensos herían las ubres de las vacas. Pedí disculpas a mi padre y por primera vez supe lo que era la noche, pues no pude descansar sino hasta después de dar más de una centena de vueltas sobre la cama.

Disimulé la discreción más sobria posible la mañana siguiente, aunque los primeros pasos después de la cama fueron algo torpes y desequilibrados. Agradecí que mis padres no estuvieran allí para verme cansado y distraído. Caí al suelo una vez más antes de llegar a la puerta y herí una de mis rodillas. Me puse de pie y me llevé los dedos índice y mayor de mi mano derecha a mi labio inferior. Permanecí un rato así. Desperté del trance inmediatamente y corrí a realizar mis tareas.

Casi había olvidado aquel suceso para cuando la tarde caía. Afortunadamente había conseguido realizar todas mis actividades correctamente pero por dentro no ansiaba más que mi dura y congelada cama. Mi madre, siempre tan cálida y atenta conmigo, reparó en mi estado débil y me ordenó salir de la estancia a la pequeña laguna cerca del valle a refrescarme un poco. Supongo que intuyó que el calor me estaba afectando. No creo que haya sido el mismo, siempre fui fuerte ante cualquier temperatura extrema. Lo bueno era que ese día hacía más calor que nunca y probablemente había pensado aquello.

Sucedió que de nuevo encontré al pequeño, al que menos esperaba encontrar y al que más quería encontrar. No fue sino hasta que me quité mis ropas y me metí al agua introduciendo primero una de mis piernas para luego la otra cuando lo vi saltar bárbaramente hecho una bolita, salpicándome por completo. Se puso a nadar en dirección opuesta a mí mientras en sus ojos se dibujaba un arco de alegría en cada uno y esa irritante sonrisa seguía tatuada en la parte inferior de su bello rostro juvenil. De nuevo enfurecí, una vez más quise correr lejos, sin embargo me quedé contemplándolo, moviéndose tan familiarmente como si aquella laguna fuese suya, con tal ímpetu de romper sus aguas y crear ondas y ondas que iban de un lado a otro al igual que él, sin rumbo alguno mientras sus brazos cortaban las aguas una y otra vez, vejándolas y sus pies mutilaban cada parte de la superficie y se metían en las profundidades.

Nadó hacia mí y sin abrir los ojos dirigió su rostro al mío. Tenía su pelo rizado, color castaño, mientras que el mío era más bien negro. Su piel estaba algo tostada, a diferencia de la palidez que la mía que ningún sol conseguía quemar. Y tenía una pequeña barriga redonda que indicaba que ese niño seguramente comía mejor que yo.

Me incliné para mirarlo de cerca hasta que nuestros rostros quedaron a la misma altura y me quedé mirándolo. Era evidente mi casual postura, como si estuviese casi diciéndole que aquel beso repentino había rondado por mi cabeza toda la noche anterior y que ansiaba fervientemente otro más, esta vez con gusto a laguna. Sin embargo no sucedió, en lugar de eso rió, y su voz era tan dulce como la mía, tan suave y fina, tan inocente y divertida, que provocó la mía, y por unos cuantos segundos ambos estábamos riendo.

Pero no duró mucho, enseguida recordé que no conocía las intenciones de aquel pequeño, que no me parecía adecuado que arrebatadamente me diera un beso que según los mayores no es aceptable entre dos niños y tampoco era muy educado de su parte que viniese como si nada a la laguna que usa mi familia para armar escándalo con su forma de nadar tan salvaje. No, no podía reír con él. Lo abofeteé.

Pero parecía que no le importaba mi enojo, al contrario, si llegaba a darse la ocasión de importarle entonces no era de manera negativa, porque la sonrisa nunca se le fue y su cuerpo esta vez estaba aún más cerca que el mío, podía sentir las gotas que se desprendían de su mentón y caían en mis piernas. Volví a sonrojarme y sentí tanto calor que me sumergí en el agua sin decir una sola palabra y lleno de vergüenza. Para cuando salí a la superficie ni vi más que su cuerpecito corriendo lejos, moviendo las piernas abiertamente como si quisiese librarse de las millones de gotas que lo empapaban aún. Desapareció con el sol.

Una vez más no pude dormir. La luna había asomado hacía varias horas ya y yo seguía sonrojado en la cama, pensando en aquel beso y en aquella sonrisa, y enojado por su silencio, enfurecido con su alegría constante y con la falta de comunicación entre ambos. En mi vida había tratado con otro niño, deseaba con pasión que entre ambos exista algún tipo de lazo, algo que nos convirtiese en confidentes, en amigos, en lo que sea pero algo más que meras sonrisas, besos y cachetadas. Me di la vuelta hacia la ventana y su rostro estaba allí.

Fue tal el susto que casi caigo de la cama, no entendía qué hacía aquel pequeño a altas horas de la noche en mi estancia y cómo sabía que mi cama estaba a la altura de la ventana y cómo sabía también que aquella era mi habitación.

Mis padres me habían comentado en muchas oportunidades en las que estudiamos los motivos por los cuales un niño no puede permanecer despierto durante la noche, que es el momento ideal para las travesuras de los espíritus y los demonios que aprovechan la oscuridad y la carencia de gente en las calles para salir a cometer travesuras. Dicen que les hacen cosquillas a las vacas de aquellas estancias con hijos que no saben trabajar, para que den leche agria y que también se comen a aquellos pequeños que se atreven a huir de sus casas al caer la noche. Una de las habilidades de estos seres era que podían convertirse en lo que ellos quisieran. Seguramente un demonio se había enterado que mis ojos permanecían abiertos a pesar de las altas horas y venía a castigarme, a comerme de un bocado y a escupir mis huesos sobre el lecho de mis padres. ¡Qué vergüenza!

Le rogué que no me devore y le prometí entre sollozos que iba a trabajar con más dedicación, que no quería morir tan joven y respondió con más risas, igualitas a las de la tarde anterior en la laguna. Abrió sus ojos redondos como los míos y por primera vez habló, me dijo que no crea en esas historias tontas y luego tendió su mano hacia mí. Sentí miedo. No, no era miedo, era terror, un profundo terror de ver su mano extendida hacia mi cuerpo, esperando que la tomase y aún sonriendo. Todo estaba entendido, él era un demonio y venía a llevarme, ya no había salvación para mí.

Evidentemente no pude trabajar aquella mañana, enfermé y la fiebre había invadido mi cuerpo. Ahora sí estaba seguro de que los minutos estaban contados para mí, estaba despidiéndome de mi corta vida y miraba con cariño a mi madre mientras ésta colocaba sobre mi frente un paño mojado casi helado. Mientras tanto mi padre realizaba mis labores entre quejas e insultos al cielo. Cada tanto lo escuchaba preguntar si mi temperatura había vuelto a la normalidad, para que vuelva a trabajar. Mi madre le pedía el resto del día para que me reponga de manera óptima. Tan santa.

Para la hora de la cena me sirvieron caldo de pollo y mientras lo comí sin fuerza alguna le pregunté con lágrimas en los ojos si los demonios aquellos en verdad existían. Le dije que vi uno durante el día y que seguramente el mismo me había enfermado para luego llevarme a los infiernos. No le conté nada más, no le dije de su figura de niño ni de su beso sorpresivo ni tampoco que lo había visto nadando en nuestra laguna. Ella sonrió y me dijo con la voz baja que los demonios no salen durante el día, y que no tenía nada que temer.

Al día siguiente la fiebre seguía, pero mi cuerpo estaba un poco mejor. Me limité a salir al jardín un momento con mi madre a regar las flores. Ella me sostenía por las espaldas mientras yo sujetaba el balde y con paciencia lo inclinaba levemente para dejar caer el agua sobre la tierra. Ella me sostenía en lo alto cuando de pronto al bajar lo vi otra vez. Estaba parado frente a la puerta del jardín, tal y como lo encontré la primera vez de nuestro choque. Tenía un enterito similar al mío y de nuevo sonreía sin parar, mirándonos a mi madre y a mí. Pegué un leve salto sobre las manos de mi madre agarrándome y ella me dijo suavemente que no tenga miedo, que aquél era un niño más como cualquier otro, como si se tratase de la primera vez que mis ojos viesen alguien más de cuerpo similar al mío, con la mismos pocos centímetros y cabellos vírgenes. Le pregunté tartamudeando por qué no estaba trabajando y me dijo que aquel niño había nacido diferente de los demás. Me explicó que nadie sabía si se trataba de un maldición gitana o si era alguna enfermedad diabólica, como sea, el niño no podía realizar labores ni obedecer ningún tipo de orden, de hacerlo se deprimía enormemente y comenzaba a agonizar. Una vez que se lo dejaba libre de tareas y de mandatos, volvía la vida a su cuerpo y comenzaba a correr sin rumbo hacia cualquier sitio. Sus padres lo dejaban corretear libre durante el día y tenían la certeza de que por la noche volvía a su cama a dormitar, a veces temprano, otras no tanto. Eso lo explicaba todo.

Los días pasaron y casi estaba recuperado, aún así no podía dejar de soñar con aquel beso y cada tarde lo buscaba con la mirada para pedirle otro más, realmente lo necesitaba. A él no parecía importarle de la misma forma que a mí me importaba verlo correr cerca de mí, pues no lo vi.

Aún así una noche volvió a colocar su rostro casi paralizado frente a mi ventana para invitarme a salir con él. Me dijo que si cruzaba la ventana me prometía salir del pueblo, ser dos pequeños monitos libres correteando por los prados y los bosques y dormir en cuevas, alimentarnos de frutas silvestres y de pequeños animales que encontremos muertos en el camino. Lo miré y reí, le dije que eso era imposible, que jamás podría dejar mi vida y mis tareas, mis padres y mi cama dura. Me dijo que en dos noches pasaba a buscarme y que no aceptaba una negación.

Comencé a preguntarme si el enfermo era él o si éramos todos los demás niños del pueblo, que despertábamos para realizar las mismas tareas una y otra vez repetitivamente por el resto de nuestras vidas. Luego procrearíamos y tendríamos hijos que apenas pudieran ponerse de pie estarían haciendo lo mismo que nosotros y la cadena seguiría repitiéndose sucesivamente hasta el fin de los tiempos. Desperté sudado, tenía fiebre de nuevo. No quise hacerlo notar a mis padres, me castigarían sin piedad de saberlo. Aún así no pude trabajar, nada tenía sentido para mí, los leños eran iguales a los leños del día anterior y la vaca ni siquiera oponía resistencia a mis manos, ella también estaba acostumbrada a que todo se repitiese con exactitud minuto a minuto. Las flores también conocían mi nombre y predecían mi vida a la perfección. Con una cubeta de leche en cada mano miré el cielo anochecer y caí sobre la tierra.

Desperté sobre la cama, con un paño mojado sobre la frente. Seguramente mis padres no habían velado tanto por mí, ya que eso les quitaría horas de sueño y así no podrían trabajar correctamente al día siguiente. Desperté con su dedo punzante sobre mi hombro. Abrí los ojos y corrí mi cara hacia la ventana sin despegar la cabeza de la almohada. La noche estaba en silencio, la luna iluminaba su rostro como ningún otro velador podría hacerlo y sus ojos brillaban contra los míos. Su sonrisa esta vez no era tan exagerada, era leve y comprensiva. Sonreí, una lágrima cayó sobre mi rostro y caí en la cuenta de que todo era su culpa. Aquel beso me había contagiado, había transmitido su enfermedad, maldición, lo que sea a mi cuerpo y había envenenado cada una de mis venas corriendo por mi sangre sin nada que lo pudiera detener. Ahora era como él, ahora por mis vasos corría el espíritu indómito y no había remedio para aquello. Supe con claridad que volver a mi vida corriente no sería lo mismo nunca más y que no tenía opción. Limpió el rastro de la lágrima que dibujaba una línea en mi mejilla y aún con el silencio reinando entre nosotros hundió sus acolchonados labios sobre los míos. Me levanté de la cama y atravesé la ventana junto a él. Nadie más, hasta el día de hoy que escribo estas líneas, llegó a saber lo que sucedió conmigo y nunca más se supo qué fue de nosotros. Tampoco lo sabrán.





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