lunes, 7 de febrero de 2011

Memorias




Memorias
(por Emilio Nicolás)




No sé si desperté por el calor agobiante de la siesta. No sé si desperté porque ya había dormido lo suficiente. Quizás por la insistencia de no sé quién del otro lado del teléfono. O por el despertador que hacía horas estaba gritando mi nombre.

No sé si desperté por casualidad o por alguna voz, desde algún sitio, en algún otro tiempo, haciendo eco entre las paredes de mi azulado cuarto (cuando las persianas están bajas y sólo algunas esferas de luz logran entrar para bailar en el centro) alcanzándome el informe de que la tarea estaba hecha, de que ya no había nada de qué preocuparse. Hora de abrir los ojos...

Y lo hice, asustado, sorprendido, desorientado. Como si hubiese vuelto el tiempo atrás, o como si lo hubiese adelantado. Aquel que, durante meses, (en mi cabeza) durante horas y horas había estado, ahora no aparecía por ningún lado. Cerré los ojos una vez más, presioné mis manos, cerrándolas y formando puños que presionaban en mis costados. Una de mis piernas se posaba sobre la otra, ambas flexionadas y desnudas. El calor me azotaba. El viento simulado por el ventilador no era más que una ola de tristeza que se regeneraba una y otra vez golpeándome directo a la cara. Hice fuerza, fruncí el entrecejo, intenté recordar todos y cada uno de los momentos, por más mínimos que sean. Las risas desde su lado. Las mías. Su voz. Su vago afecto o necesidad de verme hecho carne, hecho piel y con gusto a salado. La injusticia del destino, del tiempo y del espacio habían hablado. Y por último yo, que por soñar aguardando creí poder superarlos. Estaba solo, luchando.

Y una enorme puerta blanca apareció de pronto, en el medio del cuarto. Apenas pisé la tibia cerámica mi cuerpo se inclinó hacia la entrada y atravesó sin pensar. El escenario era el mismo, con el mismo calor y colgando de las paredes, derritiéndose, los mismos cuadros. Eran las mismas, las esferas que atravesaban la negra persiana para bailar en círculos como agua amarillenta flotando en el espacio. El ropero donde guardo los juguetes de mi infancia estaba entreabierto y una helada corriente de aire por la abertura asomaba su fría mano. Fui atraído, más el calor era insoportable y no tenía nada que hacer aquella tarde de verano. Avancé despacio, aún intentando sentir algo por aquellos recuerdos que mantuve en mi cabeza durante tanto. Las conversaciones hasta largas horas, la compañía mutua, hecha caracteres, hecha... ya no valía la pena pensarlo. Era yo solo, luchando.

Abrí la puerta. El motor añejo y cansado del ventilador dejó de hacer notar su grito ahogado, no supe bien si se había apagado o si había sido yo quien se había trasladado a otro espacio, quizás a otro tiempo. De pronto el ropero gigante era más grande de lo que había pensado. Se veía aún más grande de lo que parecía cuando era pequeño y lo utilizaba como refugio de mis padres y sus medicamentos macabros. Tenía un enorme alfombrado oscuro y aterciopelado sobre el que mis pies se posaban y se sentían aliviados. Cada uno de mis pasos era un leve masaje que me alejaba cada vez más de aquel estado al que me había entregado. Mi cuerpo estaba cansado, las maderas de la cama vieja habían hecho estragos en mi espalda y los recuerdos.. ¡Ah! Los recuerdos que tanto me habían punzado. Nada de eso parecía invadirme ahora. A los costados del interior del gran ropero los recuerdos yacían todos y cada uno de ellos, reposando, congelados. Era esa la causa del gélido llamado. Alguien, desde algún tiempo, y desde algún espacio, se había tomado el atrevimiento de llamar a mi cabeza y se había adentrado. Me sujeté el cuello, me sentí vejado. Cada uno de sus recuerdos no me afectaba en absoluto, y en el medio del salón un gran reloj pegado al suelo se movía, muy, muy, muy, muy despacio.






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