lunes, 21 de febrero de 2011

Introversión





Introversión
(por Emilio Nicolás)


Había pactado una hora, de un determinado día, de una determinada semana, de un determinado mes, de un determinado año. Pero lo había olvidado. Incluso había olvidado el día del mes y del año en que había pactado dicho momento. Supuse que desde mis adentros se había dado origen a la orden y que desde los mismos adentros emergería a tiempo, sin necesidad de contar los días.
Cada paso por la empedrada vereda parecía ser el único sonido del ambiente. A mi alrededor habían niños jugando ruidosamente, adolescentes sentados en los respaldares de los bancos, y elevándose altos, los faroles de la plaza escoltando el camino gris entre los verdes céspedes de la inclinada plaza de la ciudad. Me movía despacio por el medio, como si mi camino estuviese predestinado, como si cada uno de los espectadores supiese de mi acometida, fijando sus ojos en mí al pasar, deteniéndose en sus actividades y sus correspondientes relojes para clavar sus miradas en mi piel y hacerme arder. Ignoré. No eran otra cosa que lo mismo que venía repitiéndose una y otra vez desde que tenía memoria. No tenían significado alguno para mí, y lentamente fueron desapareciendo mientras con cada paso sujetaba más fuerte del maletín, que llevaba por encima de mi estómago. No había nada importante en él, sólo estaba yo metido dentro, con mis letras y mis formas y mis cables y mis fuegos. Cerré los ojos y bajé la cabeza.

De pronto me encontré, acostado sobre la cama grande y dura del cuarto principal; las sombras se elevaban sobre el crucifijo en el espejo y las paredes parecían volver a llenarse de dibujos de viejos espíritus. Las cajas amontonadas sobre el ropero respiraban despacio, y yo escuchaba su tono pueblerino del otro lado del teléfono, somnoliento, acostado, con el pequeño aparato pegado al oído, y con una sonrisa infundada, pero sonrisa al fin.
Las sombras me terminaban de consumir en aquel cuarto, y yo sonreía. El lazo se partió.

Miré mi tobillo derecho y en efecto, el lazo que parecía tener alguna (por más pequeña que sea) consistencia, dio a conocer su verdadera cara débil, o mejor dicho, su carencia de fortaleza alguna. La cinta se quedaba en el camino, y yo seguía avanzando despacio. Todas las miradas seguían puestas en mí, como si pudiesen ver lo que durante tanto tiempo me esmeré en demostrar. Era una tentación, un último llamado a darme la vuelta y volver, pero no había forma, no iba a volver a caer en la trampa. Ahora que era el centro de atención de más de un par de ojos, ya nada más importaba.

Para ser una tarde de verano, la brisa soplaba fresca y hacía susurrar a los árboles. Los niños volvieron a mostrarse. Seguían jugando. Los gritos se seguían escuchando y la plaza seguía continuando. Pero a medida que avanzaba la desolación se hacía cada vez más presente, emergía de algún lado de mi cuerpo, no sé si de mi brazo derecho, hasta salirse por las uñas de mi mano. La vi expandirse y recordarme que a pesar de cualquier mirada, su presencia había estado allí, todo el tiempo, dentro mío, y que no tenía intención alguna de marcharse. Me abrazó despacio con su cuerpo hecho de gas y sin piernas y volvió a meterse a mis adentros mientras el silencio cerraba los ojos resignado en algún otro lugar de mis adentros.

Todo parecía suceder en cámara lenta, más los demás no lo notaban. Los demás corrían tras una pelota o conversaban de manera frenética, sin detenerse, sin dejar de asentir con la cabeza o de gesticular con las manos, o de mover las piernas o de caminar rápido cruzándose en mi camino. La velocidad no era la misma. El cielo para ellos no era el mismo. Las nubes se movían conmigo. Algunas eran más grandes que otra y flotaban a una velocidad similar a la me llevaba atravesar la plaza entera. Entre blancos y remolinos grises el viento arriba las incitaba a acompañarme hacia el final. Los edificios en lo alto movían las pupilas de sus ojos sin moverse, más ellos nunca habían tenido pies para moverse junto a mí. Y en cierto modo me agradaba verlos fijos en un lugar. Sabía que siempre iban a estar ahí para mí, para saludarme y para alejar de la manera más trastornada al abandono, que cada tanto, cuando los demás dormían, salía de su escondite para pellizcarme el mentón, sonreír y marcharse de vuelta. Lo bueno es que no permanecía mucho tiempo, pues de lo contrario ya no estaría abandonado, así que se apresuraba por dejarme solo otra vez. En el fondo sabía que no lo estaba, la soledad en algún lado estaba sentada mirando hacia arriba y, cada tanto, se volteaba para corroborar que yo no me había marchado. Siempre me encontraría en el mismo lugar. Así como yo sabía que la encontraría también en el mismo sitio, tan silenciosa como si estuviese ausente.

Pero hoy estaba moviéndome, evadiendo gente que se movía en otro tiempo y en otra dimensión, mientras yo en la mía buscaba mi lugar. Estaba descolocado de todo lo demás, no llevaba el mismo tiempo ni el mismo espacio, era una viajero en el tiempo, en la tierra, en la dimensión entera.

Cerré los ojos una vez más mientras tomaba asiento en el escalón de la glorieta abandonada al final de aquel lugar. Ahora su voz no sonaba por ningún lado, ni sus letras se hacían presentes por más que las llamase mirando al cielo y formando con ellas el sonido de su nombre. Estaba lejos, más lejos de lo que yo pensaba, no sólo físicamente.

Miré a lo lejos, aún se veían manchas de personas moviéndose de un lado a otro sin destino aparente. Entrecerré los ojos. Pobres, ellos, me dije. Con qué facilidad construyen y destruyen lazos. Con qué facilidad reemplazan y con qué facilidad olvidan. Yo jugaba a ser uno de ellos, me tendía sobre la cama e inclinaba mi cuerpo entero en la oscuridad mientras evocaba todos y cada uno de los recuerdos y los hacía desaparecer. ¿A quién quería engañar? Nunca fui como ninguno de ellos. Dentro de mí me encontraba a mí mismo, metido en el universo que durante tantos años había construido no sólo para mí, sino para a quien sea digno de ver con mis ojos y sentir a los edificios hablándome, a las nubes caminando sobre mi cabeza y a la brisa susurrando mi nombre. Pensé que era él. Pero me había equivocado. Ahora no había forma de ubicarlo. Mientras el cielo celeste se tornaba naranja a mis ojos, y las nubes antes blancas ahora eran celestes. Mientras los edificios arraigados ante mis ojos ahora flotaban en el cielo y mientras las personas a mi alrededor ahora eran esporas en el viento, todo se fue transformando a mi alrededor. Las formas se desarmaban y armaban otra vez. Mis ojos se entrecerraban cada vez más a medida que mi universo se expandía desde mi pecho hacia afuera. Ya no había tiempo. La hora ya había sido pactada. No lo había encontrado y jamás lo iría a encontrar. La bomba estaba activada y se desprendía desde mis adentros hacia toda la humanidad. Despacio, muy despacio, me fui recostando en las escaleras mientras mi esencia se desparramaba como agua desbordada evidenciando mi rendición final.



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