sábado, 26 de julio de 2014

Todas las cosas tienen nombre




Todas las cosas tienen nombre
(por Emilio Nicolás)





- Qué bien te sale.
- ¿Eh? ¿De qué hablás?

(fingir)

- De lo bien que te sale el corte, es perfecto. 
- Y, viste... Son años de práctica
- No podría hacer uno igual (mirando con detención, inclinando mis rodillas un poco para acercarme)

- ¿Y ahora dónde lo ponemos?
- No sé. Pero ¡Mierda! Debí conocerte mucho antes.
- ¿Qué harías sin mí, no?

...


Estoy esperando a que me responda y por alguna razón no lo hace. Me mira fijo pero no responde y yo en estos momentos tendría que bañarme. Juego con mis dedos y con los colores que se oxidan conforme pasan los minutos. Quiero mantenerlos ahí, mantenerlos así. Juego con los dedos, los dos índices. Y él no me responde y se termina el tiempo.

Me vino a buscar, como siempre dejo que haga. Llegó en la bicicleta, no tan desenfadado como siempre solía llegar. Esta vez era distinto, un poco ansioso, un tanto impreciso, bebiendo de a sorbos grandes que tragaba con aire. Yo lo miraba desde la esquina de la entrada, tragando humo, quizás con un poco de miedo.

- No fumes, te hace mal.

Se recostó sobre la mesa, burlándose de mis libros y dejándolos caer al suelo. Una lluvia de golpes que no iban dirigidos directamente, pero iban a mí. 

El gato subió a su regazo y extrañamente le dio la bienvenida a su barriga. Lo acarició, sin mirarlo, con los ojos fijos en la araña que colgaba del techo y que desprendía la luz blanca que nos bañaba.

- Es igual al mío, pero igual igual.

(ningún ser vivo es igual igual a otro)

- ¿Viste? ¿El tuyo tiene nombre todavía?
- Nah, mi hermana le dice "Michi"
- Es el nombre que se le pone a un gato cuando uno no sabe qué nombre ponerle.

Yo no podía permanecer esperando alguna acción que me conformase, pero estaba en mi territorio, campante, con los libros sobre el suelo y el gato sobre su panza, frotándose contra sus piernas y siendo peinado por sus delicadas y grandes manos.

Creo que pasaron mil años hasta que decidimos salir. Mil años que costaron para que el sol se pusiera de una vez y pudiésemos salir a jugar. Ahora sí, no había miradas (o no tanto) ahora sí, estábamos plenos y de todo desconectados.

- Te dije que no fumes, boludo, te va a hacer mal.
- ¿Qué más hace mal?
- No sé... nosotros.

Cruzamos la plaza sin prisa, sin hablar mucho pero riendo cada vez que nuestras miradas se cruzaban. Yo no hacía preguntas sobre su vida y él no hacía sobre la mía. Era lo más propicio si queríamos seguir de alguna forma atados a...esto.

- Creo que hoy se cumplen cuatro meses de habernos conocido.
- ¿Ah sí?
- Sí... es re poco cuatro meses. 
- Sí, qué se yo. Allá hay uno, mirá.

Las sombras dibujaban una silueta grande y negra.

Nos separamos. Yo comencé a caminar más sigiloso, él se apresuró para tomar carrera y desplazarse a toda prisa sobre su ruta invisible que lo llevaba a dar la vuelta alrededor de toda la plaza como una gacela. O como un negrísimo puma.

Mi posición me ubicaba a espaldas de la presa. Que para mi sorpresa no era uno, sino dos. Supuse que él ya lo había notado, pero no podía comunicárselo. Estábamos separados. 

Tenía ganas de abandonarlo todo, tal vez por miedo, tal vez por cuidarme o por cuidarlo. No sé, pero no era raro que antes de cometer la travesura me invadiera el pánico que me acosaba y que, con cada turno que me costaba acercarme más, me quitaba un poco de vitalidad.

Es un juego, nos encanta jugar. Siempre jugamos juntos. No podría ser de otra forma. Es lo que nos une, es lo que nos define. Es lo que nos da un nombre ¿Pero cuál?

Tomé al primero por debajo de las axilas para aprisionar sus brazos y ahí estaba haciendo su entrada él, pegando un salto horizontal desde la inmensa oscuridad al que le seguía un desgarrador ruido de carne cortándose de un solo zarpazo. 

Un pequeño gemido y ya estaba caído el primero, ahogándose con el charco que nacía de sus propias venas, abiertas de par en par. Lo dejé allí, suprimiendo cualquier sentimiento de compasión, tal como me había enseñado. Lo dejé allí y fui por el segundo. Pero el segundo ya estaba actuando.
Ni bien giré hacia él lo sentí arrojarse de cuerpo entero contra mí y tirarnos a ambos al suelo.
Paralizado, sentí el peso de todos los cuerpos del mundo encima y escuché otra vez el grito de la carne desgarrándose.

Esta vez el zarpazo fue para nuestro lado. Pero no para mí. 

La presa, ahora victimaria, corría y desaparecía, llevándose consigo un invisible hilo que tiraba de él y que seguía tirando con cada segundo, con cada latido. Era cuestión de tiempo para que el hilo se terminara. Él quería levantarse a toda costa y perseguirlo.

- ¡Andá a buscarlo! ¡No seas boludo!
- No... no puedo. Estoy paralizado.

Yo no sabía si estaba autorizado a tocarlo, a abrazarlo ¡A qué! Lo vi inclinarse y caer  una y otra vez y así cayó de forma definitiva, con la rabia bien viva en su rostro.

- No hagas nada.
- ¿Cómo nada? Tengo que hacer algo...
- ¡Nada! La cosa no es que vos me salves.
- Eh...
- Yo nada más puedo salvar ¡Nadie me ayuda!
- ¡Nadie! ¡Nadie puede ayudar! ¡Nadie puede ganarnos!

Estoy jugando con mis dedos enrojecidos. Es extraño pero de pronto el rojo se vuelve marrón, se oxida y así mismo es su sabor es a óxido. Lo miro y espero a que me responda. Lo miro y quiero que me diga qué mierda fuimos, somos, vamos a ser ¡Qué se yo! Yo solo quiero saber, pero me mira y no me responde. Y yo tengo sus garras de metal en una de mis manos, ahora que dejé de jugar con mis dedos y me parece absurdo ponerle de nombre Michi a un gato, porque ese es el nombre que se le pone a un gato cuando uno no sabe qué nombre ponerle. Y todas las cosas tienen nombre.  




No hay comentarios:

Publicar un comentario