lunes, 25 de abril de 2011

A él le gustaba aparecer cuando llovía




A él le gustaba aparecer cuando llovía
(por Emilio Nicolás)





A él le gustaba aparecer cuando llovía.
Nunca supe bien por qué. Eso era lo que más detestaba de él. Y sé que lo hacía a propósito. Sabía que soy de aquellos que buscan respuesta a absolutamente todo.

A veces se quedaba mirándome extrañado cuando yo preguntaba por todos y cada uno de los detalles acerca de cualquier tema que tratábamos. Supongo que al principio habrá creído que yo era una especie de obsesivo o algo similar, pero con el tiempo entendió que está en mi naturaleza buscar contestaciones a todo. Mi curiosidad extrema era enemiga eterna de la incertidumbre. Supongo que no podía obligarlo a lidiar con mi capricho. Tampoco tenía la obligación de entenderlo, ni de adaptarse a él, pero me gustaba creer, como buen catastrófico, que esa clase de enigmas que dejaba pendientes los hacía nacer a propósito en mi cabeza, como dejando una espina bajo mi colchón antes de irse para asegurarme una difícil conciliación del sueño. Era tan rebelde como yo. Eso me fascinaba, pero me hacía enervar.

Por aquella rebeldía, supongo, a él... a él le gustaba aparecer cuando llovía.

Y esa era otra de sus tendencias que menos toleraba ¿Por qué tenía que ser él quien pactase nuestros encuentros? Mi orgullo me impedía entender y mucho menos aceptar que alguien más tomase las decisiones por los dos. Tampoco quería ser quien tenga la palabra dominante, pero me conformaba con un convenio, con algo que ambos decidiéramos y que ambos acordásemos respetar. Pero no era así. Si lo buscaba una tarde en que el sol penetraba con fuerza los ventanales de mi casa y hacía brillar a los anaranjados azulejos de la sala de estar, jamás lo iba a encontrar. No había forma.

Aquellos días en que las nubes se abrían de par en par, dejando el cielo rebosante de celeste, en que no había mancha alguna sobre las cabezas de todos los miserables supervivientes, él era un enigma viviente, un fantasma, un espíritu que se hacía presente sólo en mis pensamientos. Sabía que él disfrutaba jugando a las escondidas y que aún más disfrutaba de mi desaprobación. Pero con el tiempo lo acepté.

Desde entonces no hacía otra cosa que esperar a los días de lluvia. Él cambió por completo mi percepción en cuanto a los días lluviosos. Hasta haberlo conocido para mí no eran más que agua cayendo del cielo, humedad por todos lados, goteras en la cocina, barro en las calles, charcos manchando mis pantalones, zapatillas sucias, gotas en mi rostro, pelo mojado, corridas en el jardín para entrar a los animales al garaje... una vez que me refugiaba entre mis cuatro paredes simplemente me acurrucaba frente a la ventana a contar a los osados pájaros que se atrevían a salir aún cuando aquello implicase exponerse a la tormenta.

Abrí bien los ojos cuando descubrí que era aquello lo que lo atraía, la soledad de las calles cuando la tormenta se hace notar. Recuerdo mi descubrimiento una tarde en que me hundía dentro de mí mismo, tragándome mi orgullo y rehusándome a verlo. Me oponía a ser instrumento de sus decisiones, a estar cuando él decidiese que yo esté, como un fiel servidor. Entonces me dediqué a pasar el día lluvioso de la misma manera en que solía hacerlo: solo, frente al ventanal.

Pero su imagen no salía de mi cabeza y daba vueltas y vueltas una y otra vez. Su sitio sobre ese cantero, intocable. Sus jeans sueltos. Sus zapatillas de rojo y blanco, mojadas. Y limpias. Su capucha y sus flequillos negros. Su rostro mirando a la calle. Su sonrisa melancólica. Todo en él era un enigma que no quería más que resolver. Él huía de lo obvio, huía de las calles transitadas, del ruido, de los autos, de los cócteles de conversaciones. A él le gustaba aparecer cuando llovía.

Me pregunté entonces si mi presencia habría de molestarle o no. Después de todo yo era una persona. Después de todo yo lo había conocido por casualidad.

Lo conocí un día en que precisamente yo quería huir de todo y de todos, y ¿Qué mejor momento y lugar que una calle cuando hay tormenta? cuando es así raramente alguien más comparta el espacio con uno, pues hay que estar loco para salir un día lluvioso a menos que sea necesario trasladarse de un sitio a otro.

Esa tarde coloqué mis manos frías dentro de mis bolsillos y levanté mi capucha. Y caminé, caminé y caminé. Los asfaltos eran míos. La tierra olía a tierra de verdad. Los árboles me salpicaban al pasar y el cielo me rugía con fuerza, reclamando su territorio. La libertad corría por mis venas. Caminaba dando saltos y cada tanto daba un giro sobre mí mismo. Nadie me veía, estábamos la calle y yo. Yo y la calle. Hasta que lo encontré. Y me miró. El resto es historia.

Lo cierto es que, después de mucho tiempo de conocerlo, no me había percatado de que nuestros encuentros sólo sucedían cuando llovía, en el mismo lugar, con la misma soledad. Aún así sus silencios plantaban en mí una duda tras otra y era yo quien tenía que construir sus propias respuestas. No había forma de entrar en su cabeza. Sólo su imagen fascinante de joven con miedo, escondiéndose del mundo y riendo perezosamente de mis chistes. Mas nunca supe si el compromiso y la cortesía eran lo que lo mantenían (o lo que me mantenían) Si yo no era más que un invasor que había llegado para obligarlo a compartir lo mismo que yo sentía.

La libertad.
La soledad.
La propiedad de absolutamente todo alrededor.

¡Pobre de él! Había encontrado el único momento en que podía estar solo consigo mismo y yo aparecía así como si nada a arrebatarle el regocijo. Entendí la razón de su aparición en los días de lluvia. Seguramente yo era igual para él. Seguramente yo también era el chico de la lluvia, sólo que un poco más hiperactivo y charlatán. No había tenido tiempo para mirarme en el espejo. Perdí tanto intentando descifrar sus enigmas que olvidé que debajo de mis pies un charco se formaba con la lluvia acumulándose en la grieta.

Me pregunté si estaría esperándome mientras los truenos rugían más y más. Me pregunté una vez más si yo era una molestia o si mi presencia le hacía latir el corazón con fuerza de la misma manera que a mí. Pero sus silencios no eran más que trampas para mí. Mi curiosidad extrema era enemiga de la incertidumbre, sí.

Cuando dejé de preguntarme y repreguntarme la tormenta ya estaba culminando. Las últimas gotas se hacían oír y la cortina infinita había dejado de maullar. Me apresuré.
Corrí y corrí, persiguiendo a las últimas nubes llorando. Los espejos en el suelo de a poco se acomodaban en una línea perfectamente lisa que reflejaba el cielo gris. Las aves bajaban cada vez en grupos mayores y algún que otro ser humano salía al jardín a quitar el agua de las veredas.

Conforme corría veía al mundo renacer otra vez y mi preocupación se acrecentaba más y más. Algunos niños salían a jugar a la calle. Se acrecentaba el número de autos circulando. Las voces de diferentes géneros y edades reemplazaban al sonido del agua cayendo sin cesar, que ahora eran pequeños ríos repartidos entre los huecos.

Llegué a la manzana donde él siempre estaba allí, inmóvil, sentado mirando a la calle ser golpeada una y otra vez por los pequeños chorros.

Había dos mujeres conversando en la esquina. Eso no podía ser bueno.
Corrí con más fuerza y llegué al cantero.

Era la primera vez que lo veía de pie. En realidad sólo veía sus espaldas. Él no sabía que yo estaba llegando. O quizás sí.

Se preparaba para irse, quién sabe a dónde. Donde se oculta cada vez que la tormenta termina.

Le hice notar mi presencia con jadeos cada vez más fuertes, mientras me sujeté las rodillas detrás de él y tomé bocanadas de aire, casi ahogándome.

Sobre nosotros el cielo comenzaba a abrirse.

Me dijo que me había estado esperando.

Me dijo que había comprendido mi sutileza.

Me dijo que había entendido que yo no le importaba.

No pude responder, estaba demasiado agitado intentando humedecer mi garganta para emitir una palabra.

No hubo tiempo.

Al fin había comprendido su miedo a la soledad. Tanto que lo llevaba a la soledad misma.

Al fin había entendido su miedo a relacionarse con otros humanos.

Al fin había conocido su recelo a herirse, que lo llevaba a ocultarse. A salir sólo cuando llovía.

Era aún más fuerte que el mío. Tan fuerte que él mismo había generado respuestas a sus preguntas sobre mí. No le hacía falta escucharme.

Me dijo, mientras desaparecía, que no volvería a aquel lugar los días de lluvia, que no lo busque.

Y jamás pude explicarle, que mi curiosidad nunca se llevó bien con la incertidumbre.






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