La otra cara de la luna
(por Emilio Nicolás)
- - No te rías, de verdad te digo. Todavía no
conocés ni la otra mitad.
- - Ah, pero sos un buen pibe y con eso alcanza.
Como si no tuviéramos nada que
hacer, la tarde estaba en nuestras manos, y apenas podíamos sentir el aroma de
la primavera a punto de llegar.
Las últimas hojas de los viejos,
pero no tan grandes árboles de la ciudad caían a nuestros pies y nosotros las
pateábamos, con una caja de leche chocolatada individual en cada mano derecha.
Como si los años no hubiesen
pasado por sobre nosotros.
Los transeúntes no parecían
importar mucho. Quizás a él sí, sobre todo si se trataba de alguna ejemplar con
cuerpo llamativo. Era inevitable que perdiese la mirada y de pronto se cortaran
las risas, al menos por un segundo.
-
- ¿Y qué? ¿Sos un asesino encubierto, entonces?
Las risas volvieron en un
pestañeo. Quizás naturales, quizás forzadas.
Mientras cruzábamos la calle
fría, algunos autos pasaron antes que nosotros y levantaron una cortina de
hojas secas que, como olas cruzándose en nuestro camino, se pegaron en los
pantalones y hubo que removerlas con algunas sacudidas, usando las manos.
Arriba el sol calentaba las últimas horas antes de que la oscuridad cayera y
las luces destellaran en cada punto de aquel paisaje de centro de pequeña
ciudad.
Cuando las risas y los vicios hubieron
terminado y la soledad también me encontré mirándolo y él a mí, cerrando la
puerta. Yo presioné fuerte, cerrando mis puños, las cintas de la mochila que
cargaba hacía unos meses, desde que la había comprado y emprendí el viaje, un
poco caminando, un poco sobre ruedas.
A medida que avanzaba hacia casa
la oscuridad caía muy despacio sobre mí y sobre todos. Yo avanzaba en línea
recta y ella… bueno, se entiende. De a poco los fulgores encendían uno a uno,
para combatirla. De a poco cobraba magia el entorno entero. O quizás yo era
quien podía ver lo mágico en todos lados. Los pequeños fuegos centelleantes. El
azul volviéndose violeta, volviéndose negro.
En el último asiento a la
derecha, como siempre, me veía sentado, pero como si durmiese sobre una cama
junto a una ventana de una imaginaria casa móvil, tan rápida que me obligaba a
poner atención para captar cada momento, a cada elemento del que parecía estar
escapando... o demostrando libertad.
Más y más transeúntes, niños
corriendo, gatos cruzando a toda prisa, pájaros volando a la par, nubes como
brazos extendidos, bien violetas, bien brillantes, y edificios roncando muy
suave sus últimos susurros antes de que el frío los haga despertar de la
siesta.
Yo no quería despertar. Nadie
quiere despertar cuando se duerme tan bien. Supuse que él tampoco.
Dejé las zapatillas junto a la
puerta, del lado interior de la casa y caminé sobre el suelo con las medias
algo húmedas. Me recosté sobre la cama más grande de la habitación y contemplé
a las astas del ventilador moverse hasta dejarme en un ensueño.
- - No te rías. De verdad, te digo, no conocés ni
siquiera la otra mitad.
Me despertó el sonido del
celular, pero lo primero en mis ojos fue la luna llena, tan redonda, tan
pálida, tan brillante. Mi rostro, dormido, se había dirigido hacia el ventanal.
Entrecerré los ojos, fijé mi atención en su pálido costado y traté de imaginar
el otro. El olvidado.
- - ¿Llegaste bien che?
-
- Uh, sí. Disculpá. Colgué en avisar. Me quedé
dormido. Mejor me apuro a preparar la cena la cena. Abrazo.
Pobrecitos. Estrella y Nube, no
dejaron de dar vueltas por toda la casa, esperando a que despierte.
Ninguno se atrevió a maullar. No es que yo
sea un peligro cuando me obligan a levantarme, supongo que es el afecto, que
los lleva a esperar pacientes. Bueno, no tanto. Tarde o temprano, saben, se
llena de comida el plato.
Una vez satisfechos calenté lo
que había preparado al mediodía. No había ganas. Ni tiempo.
De la noche poco y nada sé. La
conocí bajo techos, varios. A la luna siempre la contemplé desde diferentes
ventanas, a diferentes alturas. Pero
solo a la cara que deja ver.
Esa noche no sería la excepción a
la regla. A la noche la conocía bajo techos.
Varios.
.
Me preguntó a media mañana si
podía ayudarlo a terminar un trabajo. Digo a media mañana, porque para mí la
mañana es el mediodía. Me sorprende lo poco que duerme ¿De verdad no disfruta
del buen dormir?
¡Qué más da! Tenía que responder.
Pero solo hablaba mi cabeza:
“Dibujo líneas ahora, sobre el
aire, esperando a que salga de mis labios o de mis dedos alguna respuesta.
Dibujo rulos y dibujo círculos que se expanden y se expanden y toman formas
violáceas. Dibujo lápices, dibujo hojas, dibujo agujas, muchas agujas. Pero no
sale ninguna respuesta.”
No repregunta, él.
Su orgullo no se lo permite.
Finalmente le digo que sí, pero
no era lo que quería. Cuando el mar de hojas sabe que volveremos a pasar al día
siguiente, no se sacude de la misma forma. Y las calles de pronto no son tan
mágicas.
Y así fue. Él trabajaba y yo
ayudaba con los detalles.
-
- Me quedé pensando eso de que no te conozco ni la
otra mitad ¿tan grave es?
- - Te estaba jodiendo, ¿qué tanto puede uno conocer
de todo?
- - No tanto como uno quisiera, sí.
- - A veces no ayuda mucho ser taaaan curioso.
- - ¡Andá, misterio! A mí me gusta saber todo.
El trabajo se concluyó en
silencio y por la noche, dicho y hecho. La ciudad no era la misma y el asiento
al fondo a la derecha del colectivo no era tan cómodo. Realmente no pude ver lo
que ocurría del otro lado de la ventana y cuando llegué a casa dejé las
zapatillas junto a la puerta y no me recosté nada. Solo me metí bajo la ducha,
dormido pero despierto, y dejé que el agua caliente hiciera lo suyo.
.
Desde un primer piso la luna se
ve apenas un poquito más grande que desde casa. O tal vez me engañaba a mí
mismo.
Me quedé mirándola cuando aquél
me dijo que volviera a la habitación, que iba a enfermarme.
-
- - Como si te fuera importante, jaja.
- - Bueno, igual. Más que nada no quiero que te vea
nadie.
- - Eso sí te creo.
Me cubrió con sus brazos y me
impregnó, a pesar de que hacía poco me había bañado, de su aroma a perfume
barato. Conocidísimo. Respondí con besos a mitad del pecho y pensé: Cuando
llegue a casa voy a volver a bañarme.
Entonces se cubrió con las
sábanas blancas, que estaban cubiertas por el acolchado y a mí me cubrió con su
pesado cuerpo, por lo que éramos entonces una suerte de capas y capas que
resguardaban alguna suerte de cosa pequeña y frágil en el centro, donde estaba
yo.
Después del sofocante calor, de
su transpiración en mi sien y de la puja rítmica de costumbre mi bestia
silenciosa comenzaba a tranquilizarse. Quizás por un par de horas, pero
comenzaba a tranquilizarse. Y aquél también.
-
- - ¿Querés un pucho?
- - Bueno ¿Pero no te importa si me lo fumo mientras
camino a casa?
- - ¿No vas a querer que te lleve, che?
- - Nah
- - Bueno, pero salí rápido.
- - Sale y vale.
- - ¿Eh?
- -. Dije que bueno – Respondí riendo -
Me alegra no compartir códigos
con esa cosa.
.
Algo que amo: La soledad de las
calles durante la madrugada. Si olvido los peligros que podría conllevar
ponerse a caminar solo cuando no hay un alma, o si interpreto seriamente eso de
que no hay un alma (salvo la mía) no hay motivos para temer. Todo es mío: Los
edificios, las jaurías de perros que pasean y disfrutan con la misma inocencia,
los papeles de volantes que arrastra el viento hasta donde puede. Los miles de
carteles allá, en lo alto. Todo, todo es mío y nadie más está ahí.
Aunque quisiera.
.
Algo que no amo: La lluvia con
frío.
.
Y tampoco me gusta ir con
paraguas por la calle, siento que cae sobre mí la responsabilidad de fijarme
por dónde voy, o alguien podría perder un ojo y arruinar mi vida por haberlo
hecho (aunque no haya sido intencional, claro) ¡Sí! Arruinar mi vida ¿Qué me
importan a mí los ojos de las vidas de otros? Supongo que se puede vivir
tuerto, pero yo con semejante culpa no podría.
Siempre fui así de culposo.
Pero ahí estaba, haciendo
malabares sobre una cuerda imaginaria y tambaleando mi paraguas a la izquierda,
a la derecha, ahora hacia arriba, ahora hacia esa señora ¡No! Esquivala,
esquivala, uf…
Lo cerré. El escudo se disolvió y
reveló su sonrisa detrás del vidrio. ¡Cuántos escudos! El paraguas y el vidrio
y nosotros atrás de ambos. Ah… demasiada poesía para una tarde lluviosa.
Espantosa tarde lluviosa.
Que fue nuestra.
Que fue de nuevas risas.
Que fue.
Y llegó la noche, esta vez desde
un cuarto piso.
La luna se hubiera visto genial
desde aquel ventanal pero… la lluvia. La maldita lluvia.
Y de nuevo el cuerpo encima. Esta
vez no tan pesado. Un poco más sudado. Perfectamente aromatizado de manera no
artificial y con la caricia de cientos de ásperos vellos. Y la puja y mi cabeza
en otro lado. Y el calor, el sofocante calor a pesar del invierno crudo dando
su último adiós. La picazón y el sueño eterno. El calor. El frío. La luna
escondida por completo. Su sonrisa al cerrar el paraguas. El movimiento brusco.
Mi gemido, esta vez no de placer. Su gemido, egoísta. Su sonrisa, su sonrisa.
No. No aguanté.
Lo alejé como pude, como si él no
fuese él. Lo alejé como pude, porque nunca tuve suficiente fuerza y a duras
penas un cuerpo era menos fuerte que el mío. Este no sería la excepción pero
tampoco era una mole.
Se enojó. No me importó. Quizás
debió.
Una masa de, hasta entonces,
impredecible violencia se me vino encima y esta vez no con fines placenteros. Mi
bestia silenciosa, siempre necesariamente hambrienta, hoy ansiaba algo más. O
quizás era otra bestia, otra olvidada, otra de otra cara.
Como sea, este metro sesenta sabe
ingeniárselas y ya no estaba bajo el peso de bestias ajenas ni lidiando con la
propia libido desencadenada, y ahora podía caminar libre, bajo la lluvia fría.
Porque no hubo tiempo para salvar
al pobre paraguas.
.
La noche no termina. Y no quiere
terminar.
¡Maldita!
Pero no todo es siempre
oscuridad. La tormenta parece disiparse aunque todavía sigue llorando sobre la
desolada ciudad que hoy sí, ni siquiera es de los perros. Ahora sí he de creer
que no hay un alma ¿O me equivoco?
Una silueta sentada sobre uno de
los bancos de la oscura y solitaria plaza. Bajo un enorme árbol.
¿Por qué me acerco? Suficiente
violencia ajena tuve esta noche y quizás hoy me sienta lo suficientemente
fuerte para provocar y resistir otra.
De eso se trató siempre mi
itinerario.
La adrenalina, la necia
adrenalina me lleva.
-
- Eh, ¿vos?
- - ¿Qué hacés acá a esta hora? ¡Y con lluvia!
- - Jaja, ¿qué no puede uno salir a caminar solo
bajo la lluvia sin tener que dar explicaciones?
- - Nah, no me hacen falta, pero es extraño.
- - Sí, ¿vos qué onda? Cara larga, reíte un poco
como yo.
- - (no te creo la risa) Ah… ¿no dijiste que no
hacía falta explicar?
- - Tenés razón. Y en lo otro también.
- - ¿En qué otro?
- - No se puede conocer la otra mitad de las cosas.
- - Ah… Triste ¿no?
- - Nah, quizás es bueno un poco de misterio.
Y la noche se hizo día y ahí nos
recibió, y con risas. Ah, de nuevo las malditas risas. Nunca explicaciones,
nunca misterios revelados, nunca verdades que bailan en nuestras lenguas y ahí
se quedan. Risas. Y su sonrisa.
Y tanto alarde que hice de que no
pudieras acceder a la otra mitad de esta luna que soy yo y ahora yo me sigo
preguntando, sin respuestas, qué carajo hacías solo a esa hora bajo la lluvia.
¡Qué ironía!