Renacimiento
(Por Emilio Nicolás)
Desde el día en que los inquisidores migraron a insondables tierras imaginarias la muchedumbre no supo qué hacer. En principio había un motivo para hacernos creer, entre todos, que se había consumado una conquista, que aquello era concreto, que los muros se habían derrumbado y, apilados en manojos, se ramificaban los caminos y las posibilidades. Todos bailaban, se embriagaban, hacían el amor a plena luz del día y ante la mirada atónita de quienes guardaban, todavía recelosos, algo de juicio apropiado por aquellos fiscales cuyas huellas ya se habían borrado de la arena, brindaban por un comienzo que nunca se animaron a consumar.
Por eso devino el caos, como siempre sucede.
Nadie supo qué hacer con tanto y, de pronto, la palabra libertad era un papel en el bolsillo que preferían arrugarlo y ocultar. Empezó siendo uno, el que miraba de reojo primero, y después fijamente, señalando encrespado y buscando ecos y explicaciones, volteando la cabeza hacia la ruta por donde había partido la inquisición.
Se dio de forma tímida, casi imperceptible entre el medio de los mil rostros gimiendo, los mil cuerpos danzando y los mil húmedos miembros entrando y saliendo al compás. Al cabo de un tiempo ya eran varios, los acoplados, y alzaban sus voces al grito estruendoso que invocaba nuevos muros, nuevas alianzas y nuevas reglas que acatar.
Yo siempre estuve a un costado, no hice nada. Porque las masas siempre pecan de no pensar, o de pensar demasiado.
O se lanzan al precipicio, bramando; o planean minuciosamente su acto final.
Siempre termina igual.
¿Alguna vez pensaron que una tragedia podría desenvolverse, cautelosa, dentro de una comedia? Mientras todos hacían el amor algunos empuñaban sus armas bajo sus mangas y, llevados por la represión de la que nunca se pudieron liberar, comenzaron a juzgar a puñaladas. Todos volvieron a tener un nombre. El bien y el mal.
El sexo se tiñó de sangre. El río lo sonrosó todo y los gemidos de placer se mezclaban con los que clamaban piedad. Desde algún punto lejano del mismísimo averno, los inquisidores de seguro bailaban y bebían de su propia sal.
La orgía duró días, si no meses. Llevados por sus propios traumas, dejaron un banquete de carne y huesos que los chacales, los buitres y los cuervos terminaron de tragar. Sentí el aroma a óxido, a pantano y a esperma inundar el escenario y, en efecto, nadie me hubo notado en ninguna oportunidad. Los cuerpos caían, chupados por la gravedad, uno sobre otro y, entre tanto brazo, pierna y cadera estaba alguien más.
Nunca supe si estaba al tanto o, si en medio de la masacre, se había perdido hasta de su propia identidad.
Atónito.
Desesperado por actuar.
Pero paralizado.
En el mismo lugar.
Siempre en el mismo lugar.
(igual que yo)
No hubo sonrisas, al menos no ese día. Le agarré la mano y, casi sin querer, empezamos a caminar. El crujido de los huesos pudo haber alertado a cualquiera de esos, los que juzgan, los que no pueden con sus propias vidas entonces vienen por los demás. El crujir de cada paso pudo haberlos alarmado de nuestra libertad, pero... todos estaban ocupados ahogándose en su propia sangre, muriendo en verdad.
¿Por qué no moríamos nosotros?
¿O moríamos y volvíamos a respirar?
No le pregunté por su nombre. No me interesaba. No le pedí que me relatara su historia, porque el renacimiento se acababa de efectuar. En ese mismo momento, mientras lanzaba al cielo un primer último suspiro, suave, casi tímido, quizás por el horror de haber escuchado tantos gritos. Sí. El horror. Con horror se liberaba de su propia prisión y explotaba en un llanto de libertad. Le sentí dentro mío, duro, estuoso; y sentí su vida y su emancipación estallar en miles de fuegos líquidos que se fusionaron con mi cuerpo y lo inundaron en su totalidad. Ya no había miedo, ya no había necesidad de ocultar. No a mí. Sí a los demás.
¿Pero quién soy yo para juzgar?
Atrás, en algún rincón de los campos elíseos reposaban los inquisidores, y sus réplicas todavía crujían en el escenario negro mientras los cuervos graznaban al bailar.
Ellos morían en verdad.
Nosotros renacíamos, inmortales, en una y otra oportunidad.
No. No soy nadie para juzgar. Está bien que escondamos cosas. La libertad se paga con libertad.
Entre los muros perdidos de algún bosque imaginario hay dos que mueren y reviven todos los días, con cada orgasmo que se enmudece, con cada deseo que se suelta, con cada secreto que se revela... y que se vuelve a guardar.